«LA PASAJERA», UNA RECUPERACIÓN EJEMPLAR

LA PASAJERA

Música de Mieczysław Weinberg (1919-1996)

Libreto de Alexander Medvedev, basado en la novela homónima (1962) de Zofia Posmysz

Dirección musical: Mirga Gražinytè-Tyla

Dirección de escena: David Pountney

Escenografía: Johan Engels
Teatro Real, Madrid
01 MAR, 24 – 24 MAR, 24

Una de las más tristes cancelaciones teatrales del confinamiento de 2020 fue la de la recuperación del montaje de David Pountney de la ópera “La pasajera”, de Mieczysław Weinberg. Compuesta en 1968 para el Teatro Bolshoi y rechazada por la oficialidad soviética, tuvo que esperar 10 años tras la muerte de su compositor para tener un estreno semiescenificado en 2006, en Moscú.
Pountney, británico, aunque de origen polaco como la novelista y el compositor, descubrió la historia y la ópera, y se empeñó en llevarlos a escena. Para ello, pudo contactar tanto con la autora de la novela original, Zofia Posmysz, como con el libretista, Alexander Medvedev. Por fin, Pountney la estrena en una formidable versión escénica en 2010 en el Festival de Bregenz, del cuál era director.

El Teatro Real quiso recuperar este montaje diez años después. Lógicamente, tanto una historia tan atractiva como paradójica, como un compositor casi olvidado de la entidad de Weinberg, protegido y admirado por Shostakovich, y perseguido por la oficialidad soviética, eran motivos para esperar como un acontecimiento esta doble recuperación: la de la ópera y la del mismo montaje de 2010. Tras una demora de 4 años, afortunadamente la podemos ver en el Teatro Real. Aunque tarde, desgraciadamente, para no haberlo hecho en vida de la autora de la novela, Zofia Posmysz, superviviente de Auschwitz y desaparecida en 2022 a la edad de 98 años.
Hay que decir que el argumento de La pasajera surge de una anécdota personal Posmysz, que en un viaje a París, cree reconocer la voz de su carcelera en el campo de concentración. El mismo Weinberg tuvo una vivencia similar: detenido injustamente en la URSS en 1953, años después se encontró en un café a uno de sus torturadores. Eso, y el haber sido una de las víctimas del holocausto, que llevaron a la muerte a sus padres y parte de su familia, pudo ser el estímulo que le llevo a componer esta ópera, tras la recomendación del mismo Shostakóvich y del libretista Medvedev, que descubrieron la novela antes que Weinberg.  

Posmvsz. y luego Medvedev y Weinberg, quisieron utilizar su trabajo para dejar testimonio vivo del sufrimiento en los campos de concentración. Uno de los grandes aciertos de novela y ópera es invertir la historia. No nos cuenta la historia de un torturador que se topa con su torturado (como el film de Liliana Cavani, Portero de noche) sino el de una de las oficialas de las SS del campo que está segura de viajar en el mismo transatlántico que una de las prisioneras, de cuya muerte es responsable. Se plantea el conflicto de Lisa, la nazi que ha ocultado al mundo, e incluso a su marido actual, su pasado. Se pone en escena el crimen de borrar la historia personal del verdugo, denuncian el falso derecho a olvidar, así como el alterar la Historia de una política criminal. El mayor horror, como analizó Hannah Arendt, es el de banalizar el mal.

La música de Weinberg para esta ópera es de una riqueza brutal y muy heterogénea, de la cuál no sobra ni una nota, ni un motivo, ni un timbre orquestal. Sin renunciar completamente a la escritura tonal, sí incluye en su partitura recursos del atonalismo, así como una suma de influencias que van del cabaret, el jazz, el expresionismo, la música folklórica y tradicional, la monodia del canto ritual y el uso de citas musicales. Citas cuyo máximo exponente están, en el segundo acto, en la dicotomía entre el vals de cabaret que el general nazi obliga a tocar a Tadeusz, el enamorado de la prisionera, y que no deja de recordar el de la Suite de jazz de Shostakovich, y la respuesta del violinista a esta orden, que le llevará a la muerte: la cita explícita de la compleja y desgarrada Chacona de la Segunda partita de Bach.

Profundizando en una idea presente en el libreto de Medvedev, el espacio en este montaje refleja los dos tiempos de la narración. Utilizando la técnica del teatro isabelino de los dos decorados en vertical, y con una fuerte influencia de las escenografías constructivistas del teatro de Meyerhold, hay un arriba que es el espacio del presente y un abajo que es ese pasado enterrado: el de los campos. Arriba, una cubierta estilizada en una torre blanca, fálica e insultante, del transatlántico. Los movimientos en él son circulares, alrededor de la torre de navegación, en un acto de olvido mantenido y ocioso; y, a través de las pasarelas de comunicación, hay una subida incesante, que huye del abajo, del pasado que se entierra, para acceder a la élite de una sociedad post-guerra mundial.
Arriba, la ausencia de texturas, la luz deslumbrante, el vestuario blanco y vaporoso de los turistas, incluso el del velo que, como un paño mojado estatuario, cubre el rostro de la pasajera y le da la dimensión misteriosa de una escultura funeraria. Abajo, en el espacio del suelo abundan la crudeza de las texturas: la arena, los cuerpos torturados, los uniformes militares de los torturadores y los harapos de los judíos: la tumba y la ceniza. Rieles ferroviarios se entrecruzan abajo en semicírculos rotos, que son recorridos por vagonetas, ferrocarriles de la muerte, barracones. Un movimiento circular, pero que, a diferencia del superior que se regodea en la redundancia del olvido, tiene aquí un punto de fuga: el de los hornos crematorios.

El descenso de Lisa, la exoficial, es una evocación de un tiempo del que no se conserva ninguna culpa. Todo lo contrario, ella se ve como protectora, como alguien que hace su trabajo sin ninguna intención maligna y que solo recibe de los que para ella son sus protegidas odio y deseos de muerte, de acabar sde una vez, aunque sea por las manos de los verdugos.
Al descubrir la relación entre Marta, la prisionera, y Tadeusz, el violista, quiere propiciarla convirtiéndose en confidente y organizar una cita bajo su protección. Tanto los prisioneros como los espectadores leemos la posible traición de Lisa, así como su arrogancia de ponerse en una posición superioridad brutal e inhumana sobre ellos; como la de un criador orquestando un apareamiento de animales. El espectador lee también la obsesión oscura de Lisa hacia Marta: algo que se enrarece desde la protección, la posible amistad, hasta el deseo o, más allá, el goce del amo regulando y usurpando el placer y la intimidad de la prisionera.

La ópera tiene dos tramas. Una expone la vida del campo, la convivencia de las que saben que la única salida es la muerte: una trama que sobrepasa la trama principal. La música de Weinberg compensa esta desproporción y traza una relación argumental y temática entre ambas tramas con la línea que conecta dos de las arias más estremecedoras de la ópera (igual que lo hizo entre el vals de cabaret y la chacona de Bach para expresar la rebeldía y dignidad del torturado). Una línea que va de la preciosa y estremecedora nana de muerte, cantada en ruso, con música de inspiración tradicional, con la que Katya arrulla a Marta, antes de ser ella llevada a los hornos; y que conecta con el aria final de Marta, que Lisa debe escuchar, tras haber sido obligada a descender en “presencia” al suelo, al espacio de la muerte de los campos, pero esta vez vivido desde el presente. Canto de epílogo de la obra, la voz de esa pasajera rescatada de la muerte y del olvido, llena de silencios, y que pone en su lugar a la torturadora y a la Historia: el olvido del crimen impune no es posible, solo lo es la memoria del dolor.


«Para que no se desvanezca el eco de las voces de las víctimas» de la mayor atrocidad de la historia de la humanidad, Shostakóvich decía sobre La pasajera que estaba compuesta «con la sangre del corazón. La música de Weinberg agita el alma en términos dramáticos, porque […] todo lo que cuenta es verdad y está expresado con pasión». Como todos los grandes compositores de ópera, Weinberg tenía un instinto infalible para sostener la evolución de los personajes, sus dilemas, sus decisiones y sus momentos de verdad, pero las terribles circunstancias históricas que vivió y su carácter modesto y humilde fueron barreras infranqueables para que su obra pudiera tener la difusión que merecía. Frente a su íntimo amigo y valedor Dmitri Shostakóvich, que por muy torturado e introspectivo que se sintiera siempre era consciente de lo relevante de su imagen pública, Weinberg era por carácter, temperamento y devoción un auténtico outsider que se refugiaba en la composición como si fuera —como ha escrito el director de escena David Pountney— «el único el sentido de su supervivencia». Afirmaba Weinberg que «mientras compongo la obra, me interesa con pasión y concentra toda mi atención. Pero cuando la he terminado, para mí, deja de existir y su destino me produce la mayor indiferencia». No hizo nada, en efecto, para contrarrestar el ostracismo de las sociedades filarmónicas, las instancias oficiales del régimen soviético, la prensa o la crítica. Lo defendía Shostakóvich, que tenía suficiente trabajo con defenderse a sí mismo.

Víctima primero de la barbarie nazi y después de la barbarie soviética, perseguido primero por la campaña antiformalista que lanzó al índice de «músicas prohibidas» una gran parte de su catálogo; y después, por la campaña antisemita de Stalin, llamada eufemísticamente «anticosmopolita». En Ucrania fue perseguido por los servicios secretos por vínculos familiares sin fundamento en un supuesto complot de médicos que acabó desenmascarándose como un montaje, pero que no le ahorró ser arrestado en 1953. Fue liberado tras la muerte de Stalin y, en los años sesenta del siglo XX, logró enderezar su carrera como compositor, pero muy mermado por los problemas de salud que habían agravado tantas persecuciones. Por eso el descubrimiento de Weinberg ha acabado siendo póstumo, y su figura ha sido reconocida y admirada ya en el siglo XXI. Condujo su vida, tan trágica, con una discreción emocionante. Nunca quiso dramatizar los encarcelamientos e injusticias que sufrió, nunca se presentó como una víctima. Escondió durante décadas esa obra maestra que es La pasajera, quizás escarmentado por las tribulaciones que sufrió Shostakóvich tras la denuncia de Pravda contra Lady Macbeth de Mtsensk en 1936. Habían pasado ya muchos años desde aquel incidente, pero pervivía la sensación de incompatibilidad entre cualquier ópera con un mínimo de profundidad dramática y el paisaje cultural arrasado por el desatino grotesco del realismo socialista, que se llevaba por delante todo lo que escondiera algo de verdad. Weinberg tenía claro que si habían martirizado a todo un Shostakóvich, a un judío de ascendencia polaca como él le esperaba un destino mucho más siniestro si cometía la imprudencia de dar a conocer su obra y sus ideales artísticos. Nunca se acercó a los órganos de poder de la Unión Soviética, quizás para no comprometer su independencia artística manteniéndose a salvo en un discreto segundo plano, pero renunciando también a convertirse en un nombre «promocionable» a Occidente cuando el régimen acabó necesitando artistas que inspiraran respeto más allá de sus fronteras.

La historia en la que se basa La pasajera la redactó Zofia Posmysz, superviviente del campo de concentración y exterminio de Auschwitz. Se le ocurrió quince años después de terminar la Segunda Guerra Mundial tras un incidente en París. Explica la escritora que estaba en la Place de la Concorde, llena de visitantes, junto a un grupo de turistas alemanes que hablaban y reían muy alto. «De repente —asegura— escuché una voz idéntica a la mi guardiana de la prisión en Auschwitz. Tenía una voz muy estridente, que era esa misma voz que estaba escuchando en la Place de la Concorde. Pensé ¡Dios mío, es la carcelera! Miré por todas partes, la busqué, pero no era ella. ¡Cómo iba a ser ella! Pero el corazón se me paró por un momento. Y entonces pensé: ¿qué hubiera hecho si hubiese sido ella?». Sobre esta anécdota, Posmysz decide crear un texto en el que ese encuentro no sucede en un lugar del que es fácil escaparse, como una plaza pública, sino en un sitio del que no hay manera de escabullirse: un barco que está en plena travesía y cuyos pasajeros están condenados a encontrarse a cada momento.

La acción transcurre en ese trasatlántico en el que viajan Lisa y Walter, una pareja alemana que se dirige a Brasil, porque él está a punto de asumir un puesto diplomático. En el viaje se cruza con ellos una mujer cuya mirada provoca una gran angustia en Lisa, porque le recuerda a Marta, una prisionera católica polaca que creía muerta, que estaba a su cargo en Auschwitz cuando ella era una de las carceleras del campo. Nunca se sabe si realmente se trata o no de la auténtica Marta, porque en ese barco la suya no es más que una presencia espectral, pero esa angustia de Lisa hace que salgan a la luz los recuerdos del sufrimiento humano que ha presenciado y con los que a veces ha colaborado activamente. Al marido diplomático, por cierto, lo único que le preocupa es que su mujer, de repente, se puede convertir en un obstáculo para su carrera. ¡Cómo explicar que se ha casado con una exmiembro de las SS! ¡Cómo ha tenido la desvergüenza de ocultárselo!

Uno de los motivos que hizo que la ópera no se estrenara —porque molestaba, y mucho— es la complejidad con la que se dibujan los personajes. Es impresionante que, estando creada la obra por parte de dos víctimas, Posmysz y Weinberg, ambos esquivan la tentación de describir a Lisa como una mera y banal encarnación del «mal». Marta, la prisionera polaca, impresiona en la obra por su dignidad inquebrantable ante la tragedia que está viviendo, pero la carcelera, Lisa, se presenta, a su vez, como un ser profundamente conmovido e intimidado por esa dignidad. No hace más que desafiarla, porque se siente insegura, porque es consciente de que tiene el poder real, pero también de que hay algo en su víctima que sabe que nunca va a conseguir doblegar. Y, al final, acaba siendo un personaje atormentado, desesperado por la culpa, pero con el que es imposible empatizar porque es incapaz de aceptar algo de responsabilidad en lo que ha hecho o lo que ha tolerado. La pregunta que nos lanza la obra es profundamente incómoda: ¿Qué hubiéramos hecho nosotros en aquellas circunstancias? ¿De verdad que no hay algo de nosotros mismos en ambos personajes?

De hecho, la traducción alemana de la novela de Zofia Posmysz encontró serias resistencias ideológicas en la Alemania del Este. Eso de que una supervisora de las SS sufriera por sus dudas y por su sentimiento de culpa no se ajustaba a la doctrina política de la República Democrática Alemana de la Guerra Fría. Los nazis eran unos monstruos, no tenían dudas ni vacilaciones, habían perdido la guerra, y punto. Zofia Posmysz, que además era una víctima que hablaba de su propia experiencia, a la que costaba mucho contradecir desde un mínimo de decencia, lo que quería, en sus propias palabras era «mostrar a una persona que no tiene por qué ser simplemente buena o mala. Pensar en blanco o negro no es más que una simplificación, y no tiene nada que ver con la realidad humana». Así las cosas, la novela solo pudo publicarse cuando el editor aceptó añadir un epílogo en el que criticaba abiertamente que la autora hubiera escrito el libro.

En la ópera, la fuerza expresiva de los momentos más estremecedores está delegada en la música. Ese vals estridente, obsesivo, ostinato, disonante, como si fuera imposible reconstruirlo con precisión porque surge de un recuerdo que se niega a hacerse explícito, como si fuera la misma Marta quien hubiera encargado a la orquesta juntar los pedazos —un fragmento rítmico, un atisbo de melodía que casi no puede adivinarse— para atormentar a Lisa y obligarla a encararse a su pasado. O esa chacona de Bach que

interpreta insolentemente Tadeusz, el amante secreto de Marta dentro del campo, cuyos encuentros a veces ha favorecido la carcelera en parte para tranquilizar su conciencia, en parte para manipular y humillar más a su víctima dejándole claro que tiene el poder de concederle determinados privilegios; y también en parte por una fascinación erótica morbosa de la que no quiere privarse. La chacona de Bach se convierte, en La pasajera, en metáfora de la rebelión de las almas, de la inquebrantable voluntad de no doblegarse espiritualmente, de heroísmo ante los criminales, de que ningún castigo físico va a lograr borrar la dignidad humana.

En vez del vals inocuo favorito del comandante, Tadeusz, que había sido violinista antes de ingresar en el campo, lanza a la cara de los tiranos — sabiendo que firma su sentencia de muerte— un icono de la cultura alemana, la chacona de Bach. Y al sonido de ese solo de violín que tiene el coraje de desafiar la autoridad del comandante, se van sumando progresivamente los instrumentos de la orquesta. Primero lo arropan, como defendiendo el sonido que produce, y poco a poco toda la plantilla se une a la interpretación de la chacona conduciéndola, entre los escollos virtuosísticos que exige, hasta una explosión reivindicativa que estalla como algo que se impone sobre cualquier horror, sobre cualquier deshumanización, sobre cualquier atrocidad. ¿Qué fuerza tienen, en el fondo, una pandilla de criminales frente a lo más grande que ha sido capaz de crear la humanidad? La potencia trágica de esta escena es de una brutalidad que pocas veces se ha visto en un escenario. Y todo lo construye la música. Todo está confiado a la chacona de Bach que aquí se convierte en el símbolo sagrado de la humanidad misma.

Alexander Medvedev, el libretista, explicó a David Pountney que la obra estaba concebida en tres espacios físicos y temporales: la parte de arriba del escenario sugiere la cubierta de un barco atravesando el océano Atlántico en 1960; desde el deck, unas escaleras descienden hasta el infierno de Auschwitz en 1943; y el coro asume el papel de observador, certificando la acción a través de los ojos de los espectadores actuales presentes en la sala. En la escenografía de Johan Engels, el barco exhibe un color blanco reluciente, luminoso, nada realista, y los pasajeros van elegantemente vestidos con trajes en color crema. Debajo, la imagen es dantesca: una caverna oscura, sombría, con literas destartaladas, carretillas, vagones, vías de tren, barracas y hornos crematorios. Dos mundos independientes solo conectados por una solitaria chimenea que tiene, también ella, resonancias aterradoras. Para Marta, que vuelve a aparecer al final, tras el horror de los campos de concentración, como en un efecto dramático, la verdad es demasiado dolorosa para la consonancia musical: cuando su suave celesta se eleva hacia el éter, las cuerdas divididas no permiten la consolación de un acorde mayor que nos conforte. La irresolución es la única conclusión posible para mantener viva en el alma la memoria de la resiliencia humana. Y la ópera termina, como decía Shostakóvich, transmitiéndonos la certeza de haber sido escrita y compuesta «con la sangre del corazón».

Seguir las huellas de la obra de Weinberg desde el momento en que un simple folleto de la editorial Peer Music me reveló la existencia de La pasajera fue una experiencia increíblemente enriquecedora que incluyó, entre otras cosas, una visita a Auschwitz con la autora de la novela original, Zofia Posmysz, quien me señaló exactamente la litera en la que había dormido, por suerte para ella en la parte de arriba (no conviene pensar en ello durante mucho tiempo) y con acceso a una diminuta ventana: los cristales de escarcha de aquella ventana le salvaron la vida, hidratándola cuando yacía con fiebre.

También incluyó una odisea —menos estremecedora, pero también fascinante— por los pisos moscovitas de esa especie en vías de extinción que es la intelectualidad soviética. Esos destartalados y atestados apartamentos, a los que llegamos en precarios ascensores con ese olor a col hervida que tan bien describiera Orwell en su novela 1984, estaban indefectiblemente repletos hasta el techo de libros, de entre los cuales asomaban, torciendo la mirada, sus ya ancianos propietarios: uno de ellos era Valentin Berlinsky, antiguo violonchelista del Cuarteto Borodin, que me entregó la partitura de Tres palmeras, de Weinberg, una inquietante pieza para soprano y cuarteto de cuerda. Habían actuado en muchos de los estrenos de los diecisiete cuartetos de cuerda de Weinberg, así como de su Quinteto para piano, una de sus mejores obras. Sentado en la angosta cocina de Manashir Yakubov, editor de la colección completa de Shostakóvich, comprendí que la diferencia fundamental entre Weinberg y Shostakóvich era que, por muy atormentado e introvertido que fuera, Shostakóvich siempre fue, ante todo, un artista público, mientras que Weinberg —un verso suelto, tanto de facto como por su propio temperamento— siempre se mantuvo en el ámbito privado, trabajando con melancólica obsesión por componer como justificación de su supervivencia, ya que fue el único de su familia que lo logró.

Evidentemente, el más importante de todos ellos fue el libretista Alexander Medvedev. Aunque ya sufría las consecuencias de un accidente y de una operación posterior —fallida— que acabaría por costarle la vida pocos días antes del estreno de La pasajera, tenía una fe ciega en su valor. Me explicó de manera sumamente gráfica su concepción espacial de la obra, con la cubierta principal del transatlántico y las empinadas escaleras que descendían al infierno de Auschwitz, y el escenógrafo Johan Engels y yo intentamos seguir sus ideas con la mayor exactitud posible. También me transmitió una idea que no aparece en absoluto en el libreto: que el coro estaba compuesto por observadores de una tercera época, concretamente la actual. La acción original se desarrollaba en Auschwitz en la década de 1940; la del barco, unos quince años más tarde; y el coro, según Medvedev, debía ser un eco de nuestro atribulado papel de observadores de tan terribles acontecimientos.

Más tarde me di cuenta de que, con frecuencia, Medvedev utilizaba imaginativas concepciones espaciales en sus libretos para Weinberg. Su adaptación de El idiota requiere tres áreas de representación simultáneas, y La madonna y el soldado es un fascinante collage de poesía, danza, canciones populares y secuencias oníricas del pasado entretejidas en torno a una historia de amor sumamente frágil y sencilla, tan efímera como la vida de los jóvenes soldados del Ejército Rojo que son los protagonistas de la ópera. Por último, claro está, lo que hace que La pasajera sea tan especial es el tratamiento del tema por parte de Weinberg. A este respecto, las cualidades que más destacaría son, sorprendentemente para una ópera, su enorme discreción y un manejo muy astuto del tiempo. Obviamente, hay un gran interrogante estético sobre la conveniencia de tratar este asunto en una ópera, y mucha gente ha afirmado que es imposible. También es cierto que, en los últimos años, ha aumentado el número de películas y libros que parecen explotar la carga emocional del Holocausto con bastante cinismo, incluso con ligereza. El autor austriaco Jürg Amann reaccionó a ello, en particular a la reciente novela de Jonathan Littell Las benévolas, con las siguientes palabras: «Angesichts der Wirklichkeit ist alles Er􀆄nden obszön» («Ante la realidad, toda invención resulta obscena»), y su réplica fue su espléndido monólogo editado, basado exactamente en el diario (o la confesión) de Rudolf Hoss, comandante de Auschwitz.

Es evidente que la autenticidad y la perspectiva de Zofia Posmysz y Mieczyslaw Weinberg son muy diferentes. Ella fue una prisionera de Auschwitz que sobrevivió allí durante tres años, y cuya autobiografía está inevitablemente presente en La pasajera. Weinberg sobrevivió huyendo a la Unión Soviética, una decisión involuntaria por la que los polacos aún no le han perdonado del todo. No obstante, aunque claramente Weinberg tenía el derecho moral a tratar esos acontecimientos, podría haberse equivocado al caer en el melodrama operístico o el sentimentalismo. No hay nada de eso en esta obra. Por el contrario, Weinberg permite a veces que la música se torne casi inaudible: un único instrumento que traza una larga línea melódica, para dejar que la emoción del momento hable por sí misma. De igual modo, permite de forma deliberada que la quietud y la reticencia creen una sensación de atemporalidad en las escenas de los barracones, haciendo que a􀆆ore el peso mismo de la desesperanza de la situación. En conjunto, solo cabe admirar la inteligencia y sutileza con las que Weinberg y Medvedev tratan este tema imposible, a la par que esencial.

Melodramma en dos actos

Música de Mieczysław Weinberg (1919-1996)

Libreto de Alexander Medvedev, basado en la novela homónima (1962) de Zofia Posmysz

Estrenada en versión semi escenificada en el Auditorio Internacional de Moscú el 25 de diciembre de 2006 y en versión escenificada en el Festival de Bregenz el 21 de julio de 2010

Estreno en España

Nueva producción del Teatro Real, en coproducción con Bregenz Festival, el Teatr Wielki de Varsovia y la English National Opera


Equipo artístico

Dirección musical: Mirga Gražinytè-Tyla

Dirección de escena: David Pountney

Escenografía: Johan Engels

Vestuario: Marie-Jeanne Lecca

Iluminación: Fabrice Kebour

Dirección del coro: José Luis Basso


Reparto

Marta: Amanda Majeski

Tadeusz: Gyula Orendt

Katja: Anna Gorbachyova-Ogilvie 

Krzystina: Lidia Vinyes-Curtis

Vlasta: Marta Fontanals-Simmons

Hannah: Nadezhda Karyazina

Ivette: Olivia Doray

Alte: Helen Field

Bronka: Liuba Sokolova

Lisa: Daveda Karanas

Walter: Nikolai Schukoff

Älterer Passagier / Steward Kommandant: Graeme Danby

Oberaufseherin / Kapo: Géraldine Dulex 

Hombres de las SS: Hrólfur Sæmundsson, Marcell Bakonyi y Albert Casals


Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real

En conmemoración del décimo aniversario de la muerte de Gerard Mortier (1943-2014)

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