NO MAS OBRAS MAESTRAS
Debe terminarse en esta idea de las obras maestras reservadas a un círculo que se llama a sí mismo selecto y que la multitud no entiende; no hay para el espíritu barrios reservados como para las relaciones sexuales clandestinas.
Las obras maestras del pasado son buenas para el pasado, no para nosotros. Tenemos derecho a decir lo que ya se dijo una vez, y aun lo que no se dijo nunca, de un modo personal, inmediato, directo, que corresponda a la sensibilidad actual, y sea comprensible para todos.
Es una tontería reprocharle a la multitud que carezca del sentido de lo sublime si confundimos lo sublime con algunas de sus manifestaciones formales, que por otra parte son siempre manifestaciones muertas. Y si la multitud actual no comprende ya Edipo rey, por ejemplo, me atreveré a decir que la culpa la tiene Edipo rey, y no la multitud.
El tema de Edipo rey es el incesto, y alienta en la obra la idea de que la naturaleza se burla de la moral, y de que en alguna parte andan fuerzas ocultas de las que debiéramos guardarnos, ya se las llame destino o de cualquier otro modo. Hay también en Edipo rey una epidemia de peste, encarnación física de esas fuerzas. Pero todo está presentado de un modo y con un lenguaje que no tiene ningún punto de contacto con el ritmo epiléptico y rudo de estos tiempos. Sófocles habla quizá en voz alta, pero en un estilo fuera de época. Su lenguaje es hoy demasiado refinado, y aún parece que hablara con rodeos.
Sin embargo, una multitud que se extrema ante las catástrofes ferroviarias, que conoce los terremotos, la peste, la revolución, la guerra; una multitud sensible a las angustias desordenadas del amor puede ser conmovida sin duda por esas elevadas nociones, y sólo necesita cobrar conciencia de ellas, pero a condición de que se le hable en un mismo lenguaje, y que esas nociones no se envuelvan en ropajes y palabras adulterados propios de épocas muertas que no volverán.
Hoy como ayer la multitud está ávida de misterio; sólo necesita tener conciencia de las leyes que rigen las manifestaciones del destino, y adivinar quizá el secreto de sus apariciones.
Dejemos a los profesores la crítica de los textos, a los estetas la crítica de las formas, y reconozcamos que si algo se dijo antes no hay porqué decirlo otra vez; que una misma expresión no vale dos veces; que las palabras mueren una vez pronunciadas, y actúan sólo cuando se las dice, que una forma ya utilizada no sirve más y es necesario reemplazarla, y que el teatro es el único lugar del mundo donde un gesto no puede repetirse del mismo modo.
Si la multitud no tiene en cuenta las obras maestras literarias es porque esas obras maestras son literarias, es decir, inmóviles; han sido fijadas en formas que ya no responden a las necesidades de la época.
No acusemos a la multitud y al público sino a la pantalla formal que interponemos entre nosotros y la multitud, y a esta nueva forma de idolatría de las obras maestras fijas, característica del conformismo burgués.
Todo conformismo nos hace confundir lo sublime, las ideas y las cosas con las formas que han tomado en el tiempo y en nosotros mismos; en nuestras mentalidades de snobs, de preciosistas y de estetas que el público no entiende.
No tendrá sentido culpar al mal gusto del público. que se deleita con insensateces, mientras no se muestre a ese público un espectáculo válido -válido en el sentido supremo del teatro- desde los últimos grandes melodramas románticos, es decir desde hace un siglo.
El público, que toma la mentira por verdad, tiene el sentido de la verdad, y reacciona siempre positivamente cuando la verdad se le manifiesta. Sin embargo, no es en la escena donde hay que buscar hoy la verdad, sino en la calle. Y si a la multitud callejera se le ofrece una ocasión de mostrar su dignidad humana nunca dejará de hacerlo.
Si la multitud ha perdido la costumbre de ir al teatro, si todos hemos llegado a considerar al teatro un arte inferior, un medio de distracción vulgar, y lo utilizamos como exutorio de nuestros peores instintos es porque nos dijeron demasiadas veces que era teatro, o sea, engaño e ilusión; porque durante cuatrocientos años, es decir desde el Renacimiento, se nos ha habituado a un teatro meramente descriptivo y narrativo, de historias psicológicas; porque se las ingeniaron para hacer vivir en escena seres plausibles pero apartados -el espectáculo por un lado y el público por otro- y no se mostró a la multitud sino su propia imagen.
El propio Shakespeare es responsable de esta aberración y esta decadencia, de esta idea desinteresada del teatro: una representación teatral que no modifique al público, sin imágenes que lo sacudan y le dejen una cicatriz imborrable.
Cuando en Shakespeare el hombre se preocupa por algo que está más allá de sí mismo, indaga siempre en definitiva las consecuencias de esa preocupación en sí mismo, es decir, hace psicología.
Creo por otra parte que todos estamos de acuerdo en este punto y no es necesario descender hasta el repugnante teatro moderno francés para condenar al teatro psicológico. Esas historias de dinero, de avidez de dinero, de arribismo social, de penas de amor donde nunca interviene un sentido altruista, de sexualidad espolvoreada con un erotismo sin misterio no son teatro, aunque sí psicología. Esas angustias, esos estupros, esos personajes en celo ante los que no somos más que deleitados voyeurs, terminarán un día en la podredumbre y en la revolución; debemos advertirlo.
Pero no es esto lo más grave.
Shakespeare y sus imitadores nos han insinuado gradualmente una idea del arte por el arte, con el arte por un lado y la vida por otro, y podíamos conformarnos con esta idea ineficaz y perezosa mientras, afuera, continuaba la vida. Pero demasiados signos nos muestran ya que todo lo que nos hacía vivir ya no nos hace vivir, que estamos todos locos, desesperados y enfermos. Y yo nos invito a reaccionar.
Esta idea de un arte ajeno a la vida, de una poesía-encantamiento que sólo existe para encantar ocios, es una idea decadente, y muestra de sobra nuestra capacidad de castración. Nuestra admiración literaria por Rimbaud, Jarry, Lautréamont y algunos más, que impulsó a dos hombres al suicidio, y que para nosotros se reduce a charlas de café, participa de esa idea de la poesía literaria, del arte desligado, de la actividad espiritual neutra, que nada hace y nada produce; y cuando la poesía individual, que sólo compromete a quien la hace y sólo en el momento que la hace, causaba verdaderos estragos, el teatro fue más despreciado que nunca por los poetas, que jamás tuvieron el sentido de la acción directa y concertada ni de la eficacia, ni del peligro.
Hay que terminar con esta superstición de los textos y de la poesía escrita. La poesía escrita vale una vez, y hay que destruirla luego. Que los poetas muertos dejen lugar a los otros. Podríamos ver entonces que la veneración que nos inspira lo ya creado, por hermoso y válido que sea, nos petrifica, nos insensibiliza, nos impide tomar contacto con las fuerzas subyacentes, ya se las llame energía pensante, fuerza vital, determinismo del cambio, menstruos lunares o de cualquier otro modo. Bajo la poesía de los textos está la poesía, simplemente, sin forma y sin texto. Y así como la eficacia de las máscaras que ciertas tribus emplean para sus operaciones mágicas se agota alguna vez -y esas máscaras sólo sirven en adelante para los museos- también se agota la eficacia poética de un texto. Sin embargo, la poesía y la eficacia del teatro se agotan menos rápidamente, pues admiten la acción de lo que se gesticula y pronuncia, acción que nunca se repite exactamente.
El problema es saber qué queremos. Si estamos dispuestos a soportar la guerra, la peste, el hambre y la matanza, ni siquiera tenemos necesidad de decirlo, basta continuar como hasta ahora, comportándonos como snobs, acudiendo en masa a oír a tal o cual cantante, a tal o cual admirable espectáculo que nunca supera el dominio del arte (y ni siquiera los ballets rusos en sus momentos de mayor esplendor superaron el dominio del arte): a tal o cual exposición de pintura donde formas excitantes estallan aquí y allá, pero al azar y sin verdadera conciencia de las fuerzas que podrían despertar.
Este empirismo, este azar, este individualismo y esta anarquía deben concluir.
Basta de poemas individuales que benefician mucho más a quienes los hacen que a quiénes los leen. Basta, de una vez por todas, de esas manifestaciones de arte cerrado, egoísta y personal.
Nuestra anarquía.y nuestro desorden espiritual están en función de la anarquía del resto; o más bien el resto está en función de esa anarquía. No soy de los que creen que la civilización debe cambiar para que cambie el teatro; entiendo por el contrario que el teatro, utilizado en el sentido más alto y más difícil posible, es bastante poderoso como para influir en el aspecto y la formación de las cosas; y el encuentro en escena de dos manifestaciones apasionadas, de dos centros vivientes, de dos magnetismos nerviosos es algo tan completo, tan verdadero, hasta tan decisivo como el encuentro en la vida de dos epidermis en un estupro sin mañana.
Por eso propongo un teatro de la crueldad. Con esa manía de rebajarlo todo que es hoy nuestro patrimonio común, tan pronto como dije «crueldad» el mundo entero entendió «sangre». Pero teatro de la crueldad significa teatro difícil y cruel, ante todo para mí mismo. En el plano de la representación esa crueldad no es la que podemos manifestar despedazándonos mutuamente los cuerpos, mutilan do nuestras anatomías; o, como los emperadores asirios, enviándonos por correos sacos de orejas humanas o de narices recortadas cuidadosamente, sino la crueldad mucho más terrible y necesaria que las cosas pueden ejercer en nosotros. No somos libres. Y el cielo se nos puede caer encima. Y el teatro ha sido creado para enseñarnos eso ante todo.
O nos mostramos capaces de retornar por medios modernos y actuales a esa idea superior de la poesía, y de la poesía por el teatro que alienta en los mitos de los grandes trágicos antiguos, capaces de revivir una idea religiosa del teatro (sin meditación, contemplación inútil, y vagos sueños), de cobrar conciencia y dominio de ciertas fuerzas dominantes, ciertas ideas que todo lo dirigen; y (pues las ideas cuando son eficaces llevan su energía consigo) de recobrar en nosotros esas energías que al fin y al cabo crean el orden y elevan el valor de la vida; o sólo nos resta abandonarnos a nosotros mismos sin protestas e inmediatamente, reconociendo que sólo servimos para el desorden, el hambre, la sangre, la guerra y las epidemias.
O retrotraemos todas las artes a una actitud y una necesidad centrales, encontrando una analogía entre un movimiento de la pintura o el teatro y un movimiento de la lava en la explosión de un volcán, o debemos dejar de pintar, de gritar, de escribir o de hacer cualquier otra cosa.
Propongo devolver al teatro esa idea elemental mágica, retomada por el psicoanálisis moderno, que consiste en curar a un enfermo haciéndole adoptar la actitud exterior aparente del estado que se quiere resucitar.
Propongo renunciar a ese empirismo de imágenes que el inconsciente proporciona casualmente, y que distribuimos también casualmente. Llamándolas imágenes poéticas, y herméticas por lo tanto, como si la especie de trance que provoca la poesía no resonara en la sensibilidad entera, en todos los nervios, y como si la poesía fuese una fuerza vaga de movimientos invariables.
Propongo recobrar por medio del teatro el conocimiento físico de las imágenes y los medios de inducir al trance, como la medicina china que sabe qué puntos debe punzar en el cuerpo humano para regular las más sutiles funciones.
Quien haya olvidado el poder de comunicación y el mimetismo mágico de un gesto puede instruirse otra vez en el teatro, pues un gesto lleva su fuerza consigo, y porque hay además seres humanos en el teatro para manifestar la fuerza de un gesto.
Hacer arte es quitarle al gesto su poder de resonancia en el organismo; resonancia que (si el gesto se hace en las condiciones y con la fuerza requeridas) incita al organismo, y por medio de él a la individualidad entera a adoptar actitudes en armonía con ese gesto.
El teatro es el único lugar del mundo y el último medio general que tenemos aún de afectar directamente al organismo, y, en los períodos de neurosis y de sensualidad negativa como la que hoy nos inunda, de atacar esta sensualidad con medios físicos irresistibles.
La música afecta a las serpientes no porque les proporcione nociones espirituales, sino porque las serpientes son largas y se enroscan largamente en la tierra, porque tocan la tierra con casi todos los puntos del cuerpo, y porque las vibraciones musicales que se comunican a la tierra las afectan como un masaje muy sutil y muy 1argo; y bien, propongo tratar a los espectadores como trata el encantador a las serpientes, llevarlos por medio del organismo a las nociones más sutiles.
Primero por medios groseros, que se refinen gradualmente. Esos medios groseros inmediatos retendrán al principio la atención del espectador.
Por eso en el teatro de la crueldad el espectador está en el centro, y el espectáculo a su alrededor.
En ese espectáculo la sonorización es constante: los sonidos, los ruidos, los gritos son escogidos ante todo por su calidad vibratoria, y luego por lo que ellos representan.
Entre esos medios que se refinan gradualmente interviene en su momento la luz. La luz que no sólo colorea o ilumina, pues también tiene fuerza, influencia, sugestión. Y la luz de una caverna verde no comunica al organismo o la misma disposición sensual que la luz de un día ventoso.
Tras el sonido y la luz, llega la acción, y el dinamismo de la acción: aquí el teatro, lejos de copiar la vida, intenta comunicarse con las fuerzas puras. Y ya se las acepte o se las niegue, sin embargo un lenguaje que llama «fuerzas” a cuanto hace nacer imágenes de energía en el consciente, y crímenes gratuitos en la superficie.
Una acción violenta y concentrada es una especie de lirismo. Excita imágenes sobrenaturales; una corriente sanguínea de imágenes, un chorro sangriento de imágenes en la cabeza del espectador.
Cualesquiera sean los conflictos que obsesionen la mentalidad de una época, desafío al espectador que haya conocido la sangre de esas escenas violentas, que haya sentido íntimamente el tránsito de una acción superior, que haya visto a la luz de esos hechos extraordinarios, los movimientos extraordinarios y esenciales de su propio pensamiento -la violencia y la sangre puestas al servicio de la violencia del pensamiento- desafío a esos espectadores a entregarse fuera del teatro a ideas de guerra, de motines, y de asesinatos casuales.
Así expresada esta idea parece atrevida y pueril. Se pretenderá que el ejemplo crea ejemplos, que si la actitud de la curación conduce a la curación, la actitud del crimen induce al crimen. Todo depende de la manera y la pureza con que se hagan las cosas. Hay un riesgo. Pero no se olvide que aunque el gesto teatral sea violento es también desinteresado, y que el teatro enseña justamente la inutilidad de la acción, que una vez cometida no ha de repetirse, y la utilidad superior del estado inutilizado por la acción, que una vez restaurado produce la sublimación.
Propongo pues un teatro donde violentas ideas físicas quebranten e hipnoticen la sensibilidad del espectador, arrastrado por el teatro como por un torbellino de fuerzas superiores.
Un teatro que abandone la psicología y narre lo extraordinario, que muestre conflictos naturales, fuerzas naturales y sutiles, y que se presente ante todo como un excepcional poder de derivación. Un teatro que induzca al trance, como inducen al trance las danzas de los derviches y de los aisaguas, y que apunte al organismo con instrumentos precisos y con idénticos medios que las curas de música de ciertas tribus, que admiramos en discos, pero que somos incapaces de crear entre nosotros.
Hay aquí un riesgo, pero en las presentes circunstancias me parece que vale la pena aventurarse. No creo que podamos revitalizar el mundo en que vivimos, y sería inútil aferrarse a él; pero propongo algo que nos saque de este marasmo en vez de seguir quejándonos del marasmo, del aburrimiento, la inercia y la estupidez de todo.
EL TEATRO Y LA CRUELDAD
Se ha perdido una idea del teatro. Y mientras el teatro se limite a mostrarnos escenas íntimas de las vidas de unos pocos fantoches, transformando al público en voyeurs, no será raro que las mayorías se aparten del teatro, y que el público común busque en el cine, en el music-hall o en el circo satisfacciones violentas, de claras intenciones.
Las intrigas del teatro psicológico que nació con Racine nos han desacostumbrado a esa acción inmediata y violenta que debe tener el teatro. A su vez el cine, que nos asesina con imágenes de segunda mano filtradas por una máquina, y que no pueden alcanzar ya nuestra sensibilidad, nos mantiene desde hace diez años en un embotamiento estéril, donde parecen zozobrar todas nuestras facultades.
En el período angustioso y catastrófico en que vivimos necesitamos urgentemente un teatro que no sea superado por los acontecimientos, que tenga en nosotros un eco profundo, y que domine la inestabilidad de la época.
Nuestra afición a los espectáculos divertidos nos ha hecho olvidar la idea de un teatro serio que trastorne todos nuestros preconceptos, que nos inspire con el magnetismo ardiente de sus imágenes, y actúe en nosotros como una terapéutica espiritual de imborrable efecto.
Todo cuanto actúa es una crueldad. Con esta idea de una acción extrema llevada a sus últimos límites debe renovarse el teatro. Convencido de que el público piensa ante todo con sus sentidos, y que es absurdo dirigirse preferentemente a su entendimiento, como hace el teatro psicológico ordinario, el Teatro de la Crueldad propone un espectáculo de masas; busca en la agitación de masas tremendas, convulsionadas y lanzadas unas contra otras un poco de esa poesía de las fiestas y las multitudes cuando en días hoy demasiado raros el pueblo se vuelca en las calles.
El teatro debe darnos todo cuanto pueda encontrarse en el amor, en el crimen, en la guerra o en la locura si quiere recobrar su necesidad.
El amor cotidiano, la ambición personal, las agitaciones diarias, sólo tienen valor en relación con esa especie de espantoso lirismo de los Mitos que han aceptado algunas grandes colectividades.
Intentaremos así que el drama se concentre en personajes famosos, crímenes atroces, devociones sobrehumanas, sin el auxilio de las imágenes muertas de los viejos mitos, pero capaz de sacar a luz las fuerzas que se agotan en ellos.
En pocas palabras, creemos que en la llamada poesía hay fuerzas vivientes, y que la imagen de un crimen presentada en las condiciones teatrales adecuadas es infinitamente más terrible para el espíritu que la ejecución real de ese mismo crimen. Queremos transformar al teatro en una realidad verosímil, y que sea para el corazón y los sentidos esa especie de mordedura concreta que acompaña a toda verdadera sensación. Así como nos afectan los sueños, y la realidad afecta los sueños, creemos que las imágenes del pensamiento pueden identificarse con un sueño, que será eficaz si se lo proyecta con la violencia precisa.
Y el público creerá en los sueños del teatro, los acepta realmente como sueños y no como copia servil de la realidad, si le permiten liberar en él mismo la libertad mágica del sueño, que sólo puede reconocer impregnada de crueldad y terror.
De ahí este recurso a la crueldad y al terror, aunque en una vasta escala, de una amplitud que sondee toda nuestra vitalidad y nos confronte con todas nuestras posibilidades.
Para poder alcanzar la sensibilidad del espectador en todas sus caras, preconizamos un espectáculo giratorio, que en vez de transformar la escena y la sala en dos mundos cerrados, sin posible comunicación, extienda sus resplandores visuales y sonoros sobre la masa entera de los espectadores.
Además, abandonando el dominio de las pasiones analizables, intentamos que el lirismo del actor manifieste fuerzas exteriores, e introducir por ese medio en el teatro restaurado la naturaleza entera.
Por amplio que sea este panorama no sobrepasa al teatro mismo, que para nosotros, en suma, se identifica con las fuerzas de la antigua magia.
Hablando prácticamente, queremos resucitar una idea del espectáculo total, donde el teatro recobre del cine, del music-hall, del circo y de la vida misma lo que siempre fue suyo. Pues esta separación entre el teatro analítico y el mundo plástico nos parece una estupidez. Es imposible separar el cuerpo del espíritu, o los sentidos de la inteligencia, sobre todo en un dominio donde la fatiga sin cesar renovada de los órganos necesita bruscas e intensas sacudidas que reaviven nuestro entendimiento.
Así pues, por una parte, el caudal y la extensión de un espectáculo dirigido al organismo entero; por otra, una movilización intensiva de objetos, gestos, signos, utilizados en un nuevo sentido. El menor margen otorgado al entendimiento lleva a una comprensión energética del texto; la parte activa otorgada a la oscura emoción poética impone signos materiales. Las palabras dicen poco al espíritu; la extensión y los objetos hablan; las imágenes nuevas hablan, aun las imágenes de las palabras. Pero el espacio donde truenan imágenes, y se acumulan sonidos, también habla, si sabemos intercalar suficientes extensiones de espacio henchidas de misterio e inmovilidad.
EL TEATRO Y SU DOBLE
De acuerdo con ese principio proyectamos un espectáculo donde esos medios de acción directa sean utilizados en su totalidad; un espectáculo que no tema perderse en la exploración de nuestra sensibilidad nerviosa, con ritmos, sonidos, palabras, resonancias, y balbuceos, con una calidad y unas sorprendentes aleaciones nacidas de una técnica que no debe divulgarse.
Las imágenes de ciertas pinturas de Grünewald o de Gieronimus Bosch revelan suficientemente lo que puede ser un espectáculo donde, como en la mente de un santo cualquiera, los objetos de la naturaleza exterior aparecerán como tentaciones.
En ese espectáculo de una tentación, donde la vida puede perderlo todo, y el espíritu ganarlo todo, ha de recobrar el teatro su significación verdadera.
Hemos mostrado ya en otra parte un programa donde los medios de la pura puesta en escena, descubiertos en el mismo escenario, puedan organizarse en tomo a temas históricos o cósmicos, por todos conocidos.
E insistimos en el hecho de que el primer espectáculo del Teatro de la Crueldad mostrará preocupaciones de masas, mucho más imperiosas e inquietantes que las de cualquier individuo.
Se trata ahora de saber si en París, antes que los cataclismos anunciados caigan sobre nosotros, se encontrarán medios suficientes de producción, financieros u otros semejantes, que permitan el mantenimiento de ese teatro (aunque subsistirá de todas maneras, pues es el futuro), o se necesitará en seguida un poco de sangre verdadera para manifestar esta crueldad.
ANTONIN ARTAUD
EL TEATRO Y SU DOBLE. Traducción de Enrique Alonso y Francisco Abelenda. Editorial Edhasa.
Un texto muy interesante con muchas ideas que dan pie para debatir, desde la teoría crítica. Una sugerencia de formato (si se me permite) duele la vista al leer letras blancas sobre el fondo negro.
Reciban saludos
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