ALFONSO SASTRE: MI PROPIO CAMINO EN SOLITARIO

Alba Urban Baños y Laeticia Rovecchio desarrollan una labor ímproba como editoras de la revista Anagnorisis, una publicación semestral dedicada al teatro, que además tuvo una andadura excepcional (aunque tristemente cercenada) como editorial online de textos de teatro contemporáneo. Con su permiso, publicamos aquí una entrevista que ambas realizaron a Alfonso Sastre en 2011, queriendo que sirva tanto como homenaje a quizá el mejor autor español de la segunda mitad del siglo XX como al maravilloso trabajo de estas entusiastas investigadoras.

 

TEXTO INCLUÍDO EN ANAGNÓRISIS, número 3, junio de 2011

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Alfonso Sastre es uno de los autores de teatro contemporáneo español más prolífero y, sin lugar a duda, uno de los primeros que no solo se ha dedicado a la escritura de obras teatrales, sino también a la investigación, a la reflexión acerca de este medio, cuyas puertas, a menudo, le son vetadas. Una producción completa encaminada hacia el teatro realista de carácter social, a través del cual se propone lanzar un grito a favor de la libertad de decisión y, por consiguiente, de acción de los hombres.

Es curioso comprobar que, a pesar del paso del tiempo, sigue siendo uno de los dramaturgos españoles contemporáneos más estudiados en el ámbito universitario, aunque sus obras apenas llegan a los escenarios. En muchos de sus textos traspasa esta cuestión en acotaciones llenas de ironía. ¿Este tema le sigue preocupando hoy en día? ¿Por qué en 2011 es tan complicado representar y ver una obra de Sastre?

El teatro español siempre ha estado en manos de quienes lo hacen en la práctica, «teatreros» («representantes» en la época) y empresarios o directores (llamados «autores» en los siglos XVI y XVII), y los escritores han estado marginados, aunque durante los siglos citados muchos grandes poetas dramáticos impusieron su existencia y su prestigio. En realidad, los momentos estelares de la historia del teatro en occidente han sido primeramente escritos en los gabinetes privados de los poetas, desde los que se elevaba el nivel de los escenarios, y esto que digo vale para Shakespeare y Molière, o sea, para los espectáculos en los que el escritor y el «teatrero» han sido la misma persona. Pues bien, en España, grandes escritores dramáticos (como Cervantes, a caballo entre los siglos XVI y XVII, y Valle Inclán en el sigo pasado) fueron ignorados en los escenarios, que sin embargo (el teatro siempre es paradójico) en los siglos «áureos» fueron influidos por grandes escritores y particularmente por uno, Lope de Vega, que sacrificó una parte de su inmenso talento dramatúrgico a las exigencias de aquellos «teatreros» (usando la jerga actual) y a la presión del ignorante vulgo, aunque él sacó de esa ignorancia argumentos para la liberación espacio-temporal de las fábulas escénicas, lo que fue un buen fruto de aquella «sumisión» que no le impidió escribir grandes obras como Fuenteovejuna o El asalto de Mastrique por el Príncipe de Parma.

Claro está que en los escenarios, entre los «teatreros», también ha habido en España personalidades creadoras (actores como Margarita Xirgu y directores como Cipriano Rivas Cherif), que lucharon contra la mediocridad de su medio, y que en esa línea programaron, por ejemplo,

Bajando ahora vertiginosamente de las alturas en las que se dieron los ejemplos sobresalientes de Cervantes o Valle Inclán, a mi propio y quizás notable caso, que es semejante al de muchos colegas de mi generación y posteriores, lo que nos sucede –nuestras ausencias de la escena– se puede explicar en este marco sociológico, que se ha ido reproduciendo, con muchos matices y variantes, a lo largo de los siglos.

Mire, a modo de ejemplo o anécdota: el 31 de enero pasado se cumplió el 65 aniversario de mi primer estreno; pues bien, durante todo ese tiempo solo se ha representado una obra mía en el Teatro Español de Madrid durante nueve días, y mi versión del Marat/Sade durante tres días, y ni en uno ni en otro caso por la compañía titular del teatro. También puede ser un dato significativo que treinta de mis dramas escritos no han sido representados nunca. ¿Y a qué o a quiénes se debe esto?

En general, digamos que entre «teatreros» y «programadores» administrativos se reparten la responsabilidad de lo que se hace o se deja de hacer en los escenarios españoles; o sea, que la gestión y la realidad propia del teatro español siguen estando lejos de quienes escribimos dramas pero no somos «teatreros» ni, por supuesto, «programadores». En cuanto al teatro vasco, no existe propiamente, o sea, que es una sucursal del teatro español. (En el País Vasco se representa una obra mía –y casi siempre de modo precario y breve– cada diez años aproximadamente).

Durante la Dictadura esa responsabilidad de la programación estaba a cargo de los empresarios mercantiles y de la censura, que decía la última palabra. Todo el teatro –salvo unos islotes subvencionados («teatros nacionales»)– era de empresa privada. Hoy ya ve usted que no existe el teatro privado. Sin ayudas de dinero público no se hace nada. Estas «ayudas» realizan, por cierto, la función que entonces desempeñaba la censura. Por todo ello, los escritores se encuentran –siguen encontrándose– en tan mala posición. Por ejemplo, el «teatro triste» no se programa, y así veo que los programadores de hoy tienen mucho que ver con los empresarios mercantiles de ayer, que a su vez tenían mucho que ver con los negociantes de patatas.

¿Escribe para un público o simplemente escribe sin pensar en el posible estreno?

Lo segundo, desde luego. Yo, digámoslo así, siempre me he mirado a mí mismo a la hora de trabajar y he tratado de expresar, a quien quisiera escucharlas, mis preocupaciones y mis sentimientos, y, claro está, las ideas de mis personajes y, en última instancia, mis propias ideas. Nunca me he puesto a los pies de lo que Mateo Alemán llamaba el «enemigo vulgo».

¿En qué medida piensa que la falta de estreno y representaciones de sus obras proviene del poco interés de los directores escénicos en montar sus espectáculos?

Tiene mucho que ver que la mayor parte de los directores españoles sean poco menos que analfabetos y que «les estorbe lo negro», como se dice popularmente. Cuando ellos sientan placer leyendo, el nivel del teatro español se elevará considerablemente.

Sartre consideraba el teatro popular como sinónimo de teatro del proletariado y podríamos incluso decir militante. ¿Qué opina al respecto? ¿Cree que tiene vigencia hoy en día hablar de teatro proletario? ¿Cómo ha cambiado el concepto de proletariado desde el tiempo de Sartre hasta nuestros días?

La expresión «teatro proletario» tuvo un sentido fuerte, por ejemplo, en la Alemania de Erwin Piscator. Pero ya hace muchos años, pongamos desde mayo de 1968, el tema del «sujeto» de la próxima revolución es una Cuestión en debate. En los años recientes se ha llegado a decir que el nuevo sujeto ha de ser «la multitud», lo que equivaldría a un replanteamiento de lo que se ha llamado en otros tiempos «teatro popular» y hasta «teatro de masas». Para el corto plazo, yo planteo que se haga el gran teatro para un público interclasista en salas con aforo de doscientas o trescientas personas. En esas dimensiones se pueden hacer grandes maravillas, y en la sala −justamente por la presencia interclasista− se pueden producir los más grandes debates, dejando en suspenso la idea de una gran sala de comulgantes ante un espectáculo poco menos que sagrado, que tal fue el planteamiento de un teatro «popular», a principios del siglo XX, por algunos directores creyentes en el arte como una provincia de la mística. Contra esas ideas sí era acertado postular «efectos de distanciación» y rupturas del ámbito emocional. Entonces, y en aquella circunstancia, Bertolt Brecht sí tenía razón.

Tanto Sartre como usted coinciden en diferentes aspectos: recreación del mito de Orestes (Les Mouches para Sartre y El pan de todos para usted), la necesidad de recurrir a la tragedia y a la Historia para definir la actividad humana, el valor de la imaginación en la producción teatral, la reflexión sobre la guerra de Argelia (en Oficio de tinieblas o En la red), etc. Si bien usted ha puesto de manifiesto que no está de acuerdo con el uso «político» de las obras teatrales de Sartre, ¿en qué aspectos le ha influido el escritor y filósofo francés?

Yo nunca he retirado de mi pensamiento la idea de que por la calidad se puede acceder al éxito. Siempre he pensado así y sigo pensándolo a pesar de la poca fortuna de muchas de mis obras. Yo estoy de que sí pusiera en escena alguna de mis obras más difíciles, como Los hombres y sus sombras o Revelaciones inesperadas sobre Moisés, alcanzarían un buen éxito como en otros momentos lo ha obtenido La taberna fantástica y en otros países Guillermo Tell tiene los ojos tristes.

Yo di a conocer en España el teatro de Sartre, autor con el que me unía un parentesco anterior a que yo mismo llegara a conocerlo. Cuando lo conocí, su escritura me ayudó a la escritura de un diálogo corriente y un léxico sencillo, pero denso y condensado, y, en ese sentido, poético (que no quiere decir lírico). Creo que esa influencia es muy perceptible en dramas como Tierra roja. Luego procedí a un enriquecimiento de ese lenguaje y ha usado palabras jergales, además de incorporar elementos cómicos a mis tragedias que definí como «complejas». Entonces estaba ya muy lejos de mi gran colega, aunque siempre próximo a su espíritu.

¿Considera que su escritura responde al calificativo de «littérature engagée»?

Sí, sí; pero yo prefiero decir «literatura implicada» a la que «se mete» en la vida real y trata de participar en ella.

Pasando a la tradición alemana, usted se ha afirmado siempre deudor tanto de la concepción como de las obras teatrales de Brecht. De hecho, su incursión en el teatro para niños cuenta con el título El circulito de tiza. ¿Por qué esta necesidad de transponer la obra del alemán al público infantil?

Yo nunca he sido tan «brechtiano» como se ha dicho; por el contrario, dije en su momento que admiraba en él todo menos su escritura teatral. En mis libros están mis críticas y mis matices a su famosos «efectos de distanciación», y, sobre todo, mi rechazo a muchos de sus seguidores y discípulos, empezando por los franceses de «Théâtre Populaire». Yo creo que la corte de Brecht fue una enfermedad que no condujo a nada que no fuera, eso, sí, distanciar el teatro de sus bases populares y a que algunos actores evitaran ser emotivos o graciosos, con su gran desesperación del propio Brecht, que atribuyó ese malentendido de sus admiradores a su «condenada manera de escribir», asegurando a quien quería oírle que en el Berliner Ensemble también se reía y se lloraba. Poco después, las escenas de vanguardia abandonaron su «brechtianismo» y se desplomaron en el campo contrario: en un irracionalismo extremo, con así mismo una mala lectura, esta vez de Antonin Artaud y su «Teatro de la crueldad». También entonces hubo experiencias luminosas que señalaban un gran camino, que esta vez partía de la línea Piscator-Weiss, con el teatro documento, inmediatamente superado por el mismo Weiss, a quien considero un gran maestro. Por mi parte, yo siempre había dicho (y siempre en solitario) que los «efectos V» (de distanciación: «Verfremdungs- Effet») no tenían sentido alguno ante un público teatral como el nuestro, que siempre se sitúa distanciado y es crítico ante las representaciones dramáticas. Por lo menos, yo conocía bien al público de Madrid y sabía que ese público −por mucho sentimiento que los actores le echaran a sus papeles y mucha magia que los acompañara en la puesta en escena− nunca dejaba de estar viendo a unos actores que se habían aprendido unos papeles y que los estaban repitiendo ante él. ¿Es que Bertolt Brecht había pensado el problema desde la vivencia de un público «romántico», el alemán, y sobre esa vivencia había establecido una presunta teoría «universal» de la actuación en los escenarios? ¿O fue su fascinación ante teatros orientales lo que le enganchó a favor de esos «efectos», tan naturales en el teatro chino, por ejemplo? Recordemos que su Círculo de tiza caucasiano es una reescritura de un drama chino del siglo XII.

De hecho, lo que usted denomina «tecnoteatro» se percibe como el uso constante de recursos escenográficos que desemboca en la plasmación del efecto de distanciamiento propuesto por Brecht. ¿Nos podría definir el tecnoteatro? ¿Se trata de un intento de acercar la puesta en escena a la evolución tecnológica de la sociedad contemporánea? ¿Tiene este mismo valor que la propuesta escénica del dramaturgo alemán?

Yo he llamado «tecnoteatro» a aquel en que se hace un gran uso de las tecnologías. Alguna de mis obras reclama ese uso, por ejemplo, Los hombres y sus sombras, pero en general yo prefiero la mayor simplicidad. Los escenarios se tecnificaron mucho, y eso estuvo bien, ante el desafío del cine sonoro y sus ritmos espacio-temporales. Pero no se trataba de hacer cine, y el teatro mostró su realidad propia con sus actores vivos y presentes, y recuperó su propia vida. Hoy los buenos escenarios gozan de las posibilidades técnicas de sonido e imagen más deseables, pero los actores vivos y presentes siguen siendo el cuerpo y el alma del teatro.

También recuerda a la propuesta metateatral de Pirandello que permite ahondar en la cuestión de la relación entre realidad y ficcionalidad. En su caso, pone de manifiesto la necesidad de la imaginación como punto de partida de la creación dramática. ¿Cómo se conjuga realidad e imaginación? ¿Sigue apostando por una «imaginación dialéctica»?

¡Cómo no! ¡Es la clave −digámoslo así− de mi estética o, como yo prefiero decir, de mi poestética! (Como usted sabe, mi teoría de la imaginación está desarrollada en tres voluminosos tomos, que han sido editados por Hiru).

Con el curso del tiempo, ha calificado a sus obras dramáticas como tragedias postbrechtianas. ¿Dónde sitúa su teatro respecto a Brecht, me refiero a en qué cree que ha superado su propuesta? ¿Dónde queda el teatro documental de Weiss?

Yo decía (y nadie me hizo caso): «hagamos un teatro posbrechtiano», para significar que no se trataba de reivindicar el espíritu y las formas dramáticas anteriores sino de pensar y hacer un drama nuevo que inequívocamente mostrara el carácter narrativo que Brecht muy explícitamente, pero también otros muchos grandes autores, habían reclamado y practicado en escena. Personalmente, recuerdo ahora, por ejemplo, a Thornton Wilder, que fue un gran maestro de nuestro grupo «Arte Nuevo», el cual surgió cuando nosotros desconocíamos la obra de Brecht. En cuanto al «Teatro Documento», yo lo miré siempre con simpatía, pero defendí también siempre la idea (en la que Brecht coincidía con Aristóteles) de que la fábula era «el principio y como el alma de la tragedia» (Aristóteles), o dicho de otro modo por Brecht, «el corazón del espectáculo». Weiss y yo discutimos sobre este tema en una amplia entrevista que le hice en Estocolmo y que, en primer lugar, se publicó en una revista italiana, ahora no recuerdo si «Il Dramma» o «Sipario», bajo el título «Diálogo caliente (scottante) entre Weiss y Sastre».

Como comentó en otra entrevista (Caudet, Crónica de una marginación), considera que en sus primeros textos teatrales pertenecientes a la «tragedia pura» no se perciben personajes protagonistas y, podríamos decir, trascendentes, sino que presentan «ambientes sociales relevantes». ¿Por qué, al pasar a la tragedia compleja, decide presentar este tipo de personajes? ¿Qué valor adquiere este cambio?

¡Es cierto, la idea de una «tragedia compleja» me llegó acompañada de «grandes personajes», empezando por Miguel Servet! Pero no me he planteado por qué. Más bien creo que fueron los grandes personajes los que me condujeron, al estudiarlos y analizarlos, a la «tragedia compleja». ¿En la primera fase exalté la grandeza ignorada de personajes corrientes y en la segunda descubrí la irrisioriedad en la vida de los grandes héroes de las tragedias históricas y mitológicas? Seguiré pensando en esto.

Su evolución teatral queda claramente marcada e ilustrada por sus ensayos teóricos: primero, la tragedia pura, luego, la tragedia compleja y ahora el teatro vertebral (se podría también nombrar sus acercamientos al género cómico). ¿Podría definirnos lo que significa el teatro vertebral? ¿Existe algún hilo conductor entre estas tres modalidades? ¿Se trata de un rechazo o una reformulación constante de sus posturas teatrales?

No, con la noción de «tragedia vertebral» solo planteo que los grupos y las compañías de teatro deben tener una línea de trabajo, una «columna vertebral», sea la que sea. Por eso digo siempre que «programar es pensar». Mientras que el paso de la «tragedia pura» a la «tragedia compleja» se produjo en mí mismo y como un viraje en mi actividad, como he tratado de explicar en mis ensayos a medida que se producían en mí estos acontecimientos y después he analizado en mi obra grande (grande, cuantiosa) El drama y sus lenguajes. Gracias a la Editorial Hiru, libros como éste, y, como los tres grandes tomos sobre la imaginación «pura, práctica y dialéctica», salieron a luz cuando los escribí. Hasta ahora han sido poco leídos pero algún día quizás lleguen a ser objeto de la atención que, según veo por sus preguntas, pueden llegar a merecer.

¿En qué medida la desaparición de la censura franquista ha influido en su desarrollo teatral?

Realmente nada; yo he seguido mi propio camino en solitario. Antes de que la censura franquista desapareciera como tal, yo ya la había suprimido de mi mesa de trabajo, abandonando mi «posibilismo» anterior, que me llevó a escribir obras como La mordaza.

En sus obras se percibe la utilización de un lenguaje muy cuidado que remite directamente a una determinada realidad social. ¿Qué valor tiene la palabra en su producción teatral?

Una importancia fundamental. Para este tema no puedo dejar de remitirla otra vez a El drama y sus lenguajes, y especialmente al Tomo II, que se titula Gramaturgia y textamento.

El terrorismo es un tema que aparece en muchas de sus obras (Escuadra hacia la muerte, El pan de todos, Prólogo patético, Asalto nocturno o Los hombres y sus sombras, entre otras). ¿Por qué reincide constantemente sobre esta temática? ¿Podría ser una razón por la cual la sociedad no acaba de entender y, por consiguiente, de adoptar y adaptar sus obras?

¡Es la temática propia de la tragedia desde Grecia! ¿Por qué emprendí yo este camino? Quizás porque, como decía de sí mismo Unamuno, yo tengo un «sentimiento trágico de la vida» (hoy, eso sí, florecido de risas). En cuanto al tema concreto del «terrorismo», mi pasión por analizarlo partió de las jornadas de la Segunda Guerra Mundial durante las que, adolescente aún, viví con intensidad los procesos y la ejecución, por los alemanes ocupantes, de aquel heroico grupo de resistentes que formaron los involuntarios protagonistas del llamado «Dossier Rojo». Aquella fue una emoción que nunca he podido olvidar, y que, en aquel alba de mi vida, dio lugar a mi primer drama de duración normal, Prólogo Patético.

Ha mostrado cierto interés por los personajes femeninos como Ana Kebler o Jenofa. En todos estos casos, se tratan de mujeres abocadas a la muerte. ¿Por qué esta elección?

Todos los seres vivos −¿quién no sabe eso?− estamos abocados a la muerte. El existencialismo hizo ese obvio descubrimiento y aportó serias reflexiones a esa situación; yo formé parte de aquella atmósfera intelectual en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial. Así es que mis personajes femeninos mueren como cualquier otro, y que su especialidad, digámoslo así, es su ser endemoniado o diabólico (Medea, Ana Kleiber, Celestina, Jenofa Juncal…). Lo que yo he hecho, o al menos lo he intentado, es reivindicar la grandeza de su «maldad», su propio «infernal» heroísmo.

Vislumbran continuas actualizaciones de obras del Siglo de Oro español como Rinconete y Cortadillo (Ahola no es de leíl), Numancia (Crónicas romanas), El Quijote (El viaje infinito de Sancho Panza) de Cervantes, El asalto de Mastrique por el príncipe de Parma (Asalto a una ciudad) y Fuenteovejuna (Tierra roja) de Lope de Vega o La serrana de la Vera de Luis Vélez de Guevara (Jenofa Juncal). También se podría nombrar a La Celestina de Fernando Rojas (Tragedia fantástica de la gitana Celestina). ¿A qué se debe este retorno a los clásicos españoles?

Españoles o no españoles, los clásicos nunca me han abandonado desde que escribí Guillermo Tell tiene los ojos tristes sobre el texto de Schiller, y Woyzeck sobre el de Büchner. En cuanto a Cervantes siempre ha sido un santo de mi devoción.

¿Qué representan obras como la trilogía del detective Rodes o Ejercicios de terror dentro de su producción teatral?

Sobre todo, una diversión personal, un juego sobre las relaciones de los personajes de ficción con los autores de las obras en que aparecen, en esta caso dramáticas. Unamuno jugó a eso en la novela. Pirandello hizo el mismo juego en el drama. De eso he tratado en mi librito Pirandello no tiene la culpa. En cuanto a mí, modestamente, en ese juego he «creado» −mejor han dicho, han surgido− dos grandes personajes, de los que estoy enamorado: el comisario Isidro Rodes y su ayudante Pepita Luján. Así he escrito los ocho dramas de mi serie Los crímenes extraños, de la que hasta ahora solo se ha estrenado uno.

¿Cuáles son los autores actuales que merecen su especial atención? ¿Hacia dónde se dirige, según su opinión, el teatro español contemporáneo?

Hay en España una pléyade de autores excelentes, cuyos nombres yo no voy a citar aquí, de cuya existencia no se enteran los «teatreros» ni los «programadores». Bueno, déjeme citarle a uno solo, admirable y casi perfectamente desconocido a pesar de haber publicado algunas de sus obras: Vladimiro García Morales.

Entrevista realizada por
LAETICIA ROVECCHIO
ALBA URBAN BAÑOS

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