Algunas notas sobre el teatro posdramático, una década después
Hans-Thies Lehmann
El estudio que publiqué en 1999 fue escrito para que resultara ameno e interesante a los propios profesionales de las artes escénicas, por esta razón en algunos puntos las elaboraciones teóricas extensas y detalladas fueron pasadas por alto, lo que tuvo como consecuencia que un buen número de temas teóricos se dejaran abiertos para una discusión posterior más amplia. Este hecho, sin embargo, allanó el camino para una serie de enormes malentendidos –lo posdramático es lo no textual, con lo posdramático acaba el arte dramático y todo lo que se parezca…– a pesar de que en el libro se exponía claramente lo contrario. La palabra «posdramático» describe la estética y los estilos de la práctica teatral, y tematiza la escritura, la escritura dramática o el texto teatral sólo de manera marginal. Existe el teatro posdramático hecho con textos dramáticos, y de hecho, con cualquier tipo de texto. Diez años es un período largo de tiempo hoy en día con la cantidad de desarrollos que a buen ritmo han ido ocurriendo tanto en las artes como en el teatro. Muchos de los que fueron marginales y muy cuestionados en los años ochenta llegaron a ser mucho más comunes en la década de los noventa y actualmente han pasado a formar parte de la «corriente dominante». Algunos de los protagonistas más emblemáticos del teatro posdramático tales como Jan Fabre o Jan Lauwers, cuyo trabajo está fuertemente influenciado por la danza y la «performance», continúan creando un trabajo fuerte y controvertido, y sin embargo han llegado a ser reconocidos como gestos auténticos e incluso decisivos del arte y del teatro contemporáneos. Nadie habría pronosticado en 1999 que Jan Lauwers presentaría en el Festival de Salzburgo o que Fabre sería elegido comisario en Aviñón, por ejemplo. La estética de Robert Wilson ha sido comercializada durante mucho tiempo y su trabajo ahora lo disfruta un público muy numeroso. En Italia un artista como Corsetti llegó a ser director de teatro de la Bienal de Venecia, Luca Ronconi siguió la estela de Giorgio Strehler, y Mario Martone se hizo con el mando del Teatro de Roma. Sin duda, las técnicas de la dramaturgia visual tienden a menudo ahora a convertirse en mero espectáculo de grandes instituciones y se presentan como un entretenido estímulo en muchas producciones. Dicho de otra forma: lo posdramático ya no es un término que denote necesariamente desviación, oposición o prácticas radicales. Los elementos de la práctica posdramática generalmente han pasado a ser aceptados y a definir en gran medida la práctica teatral contemporánea como tal –frecuentemente no sin perder parte de sus cualidades en este proceso–.
Permítanme enumerar en la primera parte de mi ensayo algunos aspectos y acontecimientos interesantes de los «lenguajes escénicos» (Patrice Pavis) acaecidos principalmente en el teatro alemán. Algunos continúan los desarrollos que empezaron a ser percibidos ya en los ochenta y los noventa, pero otros incluyen nuevos acentos. He escogido cinco tendencias de esta última década que, me parece, tienen un carácter especialmente sintomático. Por supuesto, podrían ser mencionadas otras: el atractivo intercultural y etnológico relacionado con la globalización; el renovado interés en el espacio y la dimensión auditiva del teatro en general: la voz, el sonido, la palabra hablada; la recuperada fascinación por la ópera o la continua referencia a la tragedia clásica. Podría argumentarse que ésta última puede ser mejor comprendida en términos de correspondencia entre la tragedia antigua predramática y la presente intuición posdramática.
En la segunda parte reflexionaré sobre algunos temas y aspectos que parecen ser importantes para una mayor teorización del «paradigma» o los «estilos» de lo posdramático.
Grupos
En 1995 y 2001 fallecieron Heiner Müller y Einar Schleef, y en los últimos años también lo hicieron Jürgen Gosch, Peter Zadek, Klaus-Michael Grüber, Pina Bausch y Christoph Schlingensief. Para muchos estas muertes son una señal y un símbolo del profundo cambio de los tiempos. Todos ellos fueron grandes creadores, representantes del mejor «Regietheatre» (teatro de dirección) alemán. Cultivaron nuevos terrenos para el teatro: trabajando en el límite del «performance art», (como Gosch), creando cruces entre el teatro y la danza (Pina Bausch), lo lúdico (Zadek) y en cada una de las ocasiones con una visión radicalmente individual del teatro (como Grüber). Incluso la temprana e inesperada muerte de Christoph Schlingensief puede ser vista desde esta perspectiva: una personalidad extraordinariamente provocativa, radical y radicalmente idiosincrática, aunque él fuera más un inspirador y un animador que un director de teatro en el sentido clásico. El nuevo avance viene marcado –éste es el primer aspecto por un cambio de énfasis que va desde la figura del genio individual a la cabeza de la producción al trabajo en colaboración o en grupo, tanto dentro como fuera de las instituciones. A pesar de la desaparición de un buen número de espacios dedicados al trabajo experimental, observamos una amplia escena de jóvenes trabajos en las artes escénicas, dentro y fuera del marco de la institución –en su mayoría realizados por grupos que experimentan con todos los tipos de posicionamientos del espectador, redefiniendo el teatro de diferentes maneras más allá del modelo dramático–. No se la podría denominar exactamente «escena underground», pues es una escena donde nombres como She She Pop, Gob Squad, o compañías como Hoffmann y Linholm, así como los aclamados Rimini Protokoll constituyen la punta del iceberg. Autores que dirigen sus propios textos como Rene Pollesch o Falk Richter o la estrecha colaboración entre autores, dramaturgos y diseñadores de escena ahora son prácticas frecuentes. Definitivamente hay un renovado espíritu del trabajo en colaboración, si bien de un modo que difiere de los tiempos de la «creación colectiva» de hace algunos años –aunque sólo sea por una idea menos utópica del trabajo colectivo–.
Trabajar en colaboración, aunque de ninguna manera sin la voz dominante y la inspiración de un artista, es lo que hace el «teatro-pop» de René Pollesch, con el que ha ganado gran repercusión y ha marcado el camino para otras formas de teatro similares. Barbara Weber, actualmente directora del Neumarkt Theatre en Zurich, es aquí un claro ejemplo de esto con sus noches «unplugged» y sus frescas versiones de textos clásicos (Los Lears por ejemplo, donde el Rey Lear es puesto en relación con la cuestión de la familia). Las integrantes del grupo feminista She She Pop también hicieron referencia al King Lear de Shakespeare cuando pidieron a sus padres aparecer junto a ellas sobre el escenario e iniciar animados debates acerca de las posiciones mutuas entre padres e hijas.
En este contexto encontramos una original producción que puede ser denominada de una manera u otra como creación específica. A los espectadores se les invita a visitar espacios privados, a entrar en un ambiente especial durante un par de horas y a experimentar una situación poco común donde se lleva a cabo una acción, una lectura o una presentación. El objetivo es generar una situación de exploración, incluso de investigación, y de encuentros excepcionales. Existe un profundo interés por trabajar en y con el espacio urbano así como en otros espacios públicos y semipúblicos. Se explora el espacio urbano y sus realidades arquitectónicas y sociales (Rimini Protokol, por ejemplo, pero también algunos grupos menos conocidos como Arti Chock en Frankfurt, quienes intervienen lugares públicos para resaltar con formas teatralmente creativas cierta relevancia social o política del lugar). Proyectos de estas características trabajan a menudo con vídeo, transformando un «lugar» dado en un «espacio» nuevamente definido y artística/políticamente dotado. Richard Maxwell y otros pueden de esta forma actuar en un hotel o en un apartamento privado.
El trabajo de Pollesch ha llegado a ser cada vez más y más político de una manera más sofisticada; tematizando no sólo los problemas de las dimensiones virtuales del trabajo, sino los conceptos básicos del estilo de la vida capitalista. Alguno de los títulos de sus recientes producciones son Darwinwin o Calvinism Klein. Generalmente se le reconoce como uno de los directores más creativos en trabajos con un calado político -y de comedia–. Inmerso en una atmósfera de fiesta o en un ambiente de club, los «personajes» hablantes (que de hecho son ejemplos de colectivos de habla y no dramatis personae individuales) desarrollan cuestiones teóricas sobre el escenario, a menudo directamente un discurso teórico que, transformado de la tercera a la primera persona, produce un ambiguo juego de diálogos. De hecho, no constituyen diálogos reales sino más bien un coro dividido en voces, presentando temas sociológicos y políticos, y denunciando en clave satírica las ideologías de la representación: la «subjetividad», la identidad, o el deseo preodificado por el poder cultural y las normas sociales.
Diálogo entre el teatro y la sociedad
El desarrollo de Pollesch es importante para un fuerte segundo impulso en el teatro de la primera década de este siglo: por ejemplo, para reabrir el diálogo entre el teatro y la sociedad abordando más directamente los asuntos políticos y sociales. Es justo decir que en el entusiasmo de encontrar (y de experimentar con) los nuevo medios artísticos posdramáticos –dramaturgia visual, medios de comunicación, fragmentación, actuación performativa, apertura de espacios reales y virtuales-, se había perdido hasta cierto punto en el trabajo posdramático descrito diez años atrás. En el año 2000, Bonnie Marranca y Gautam Dasgupta en una entrevista en Theatre der Zeit se mostraban enormemente decepcionados al encontrar un teatro alemán diferente de como ellos lo habían visto en los años setenta: menos atrevido política, filosófica y artísticamente, mostrando mucho espectáculo y poco «diálogo con la sociedad». Las razones de una cierta vuelta a la dimensión política y social desde entonces son del todo evidentes: el once de septiembre, las nuevas guerras, el ascenso en Europa de líderes populistas con políticas de derechas, la reestructuración de todo el panorama ideológico y político después de la caída del muro, y por último, pero no menos importante, los nuevos problemas sociales de toda índole. El teatro definitivamente sintió y siente una necesidad por ocuparse más directamente de temas políticos incluso aunque no tenga soluciones o nuevas perspectivas para ofrecer. Tenemos una preocupación mayor por el teatro motivado políticamente, pero en raras ocasiones hasta el punto de ofrecer un punto de vista ideológico específico. Hay obras, en realidad una corriente, sobre altos ejecutivos, que se inicia con Top Dogs de Urs Widmer y que culmina con la compleja The System de Falk Richters. No encontramos tanto una vuelta al teatro social comprometido, sino a todo tipo de combinaciones, reelaboraciones del trabajo documental, estética de la «performance», acciones y actividades teatrales –tanto en la danza como en el teatro–, en la exploración de la vida cotidiana. (La popularidad de autores como Michel de Certeau y Marc Augé es significativa a este respecto). Las artes escénicas tratan más sobre la investigación en la vida cotidiana porque es la única que creemos conocer bien. Sus técnicas son más de la presentación que de la representación, más las del arte de exponer realidades y crear teatros de situación que la de representar ficciones dramáticas sobre ellas –aunque esta práctica no haya desaparecido completamente–.
La estética de la fisicalidad y de la alta tecnología, los ordenadores, Internet o el uso del vídeo pueden convertirse en las herramientas y el canal para un nuevo resurgimiento del interés por lo social y lo político. El trabajo sin actores profesionales de Rimini Protokoll, donde el encuentro con personas «reales» es más importante que la dramaturgia de una ficción, ha ganado una extensa visibilidad, pero hay una gran cantidad de trabajos más modestos que en el espíritu del documental, e inspirados por el trabajo de Rimini Protokoll, a menudo utilizan no-actores para las exploraciones múltiples de la vida cotidiana. Así, por ejemplo, Hans Werner Krösinger y otros ponen en escena documentos políticos y materiales que presentan de maneras sofisticadas. O encontramos también teatro sobre la historia personal de individuos en contextos políticos –inspirado en las técnicas de la historia oral en el ámbito académico–.
El mayor problema artístico en muchos de estos trabajos no es sólo la elección del trabajo presentado, sino la pregunta sobre cómo desarrollar lo que Marianne van Kerkhoven llamaría las «dramaturgias del espectador». La dramaturgia posdramática del espectador conlleva una especial atención y una continua reflexión sobre la actividad del espectador en cuanto tal. Comprensible, posiblemente, como lo es el deseo por tematizar los asuntos sociales y políticos: no debemos olvidar que la dimensión verdaderamente social del arte es la forma, como el joven Lukács observó. En tanto que las formas convencionales de actividad del espectador no sean interrumpidas, el modo convencional de recepción en el teatro (y el cine) tenderá a reducir a la insignificancia, incluso la más atrevida documentación y crítica política. Por lo tanto, sigue siendo esencial reconocer que la verdadera dimensión política del teatro se encuentra no tanto en la tematización de cuestiones políticas candentes (las que, por supuesto, bajo esta consideración ¡no quedan excluidas!), sino más bien en la situación, la relación o el momento social que el teatro como tal es capaz de constituir. El teatro debe ser considerado como una situación y su estética debe derivar de este concepto básico. Parece, en efecto, que las estrategias posdramáticas siguen siendo vistas por muchos profesionales del teatro como más apropiadas para ocuparse de temas sociales (desempleo, violencia, exclusión social, terrorismo, o cuestiones de raza y género) que el tradicional modelo del teatro social comprometido. Hubo, efectivamente, un movimiento más o menos visible en los primeros cinco años del nuevo siglo: el nuevo realismo, proclamado así por varios directores de escena en alusión a la tradición inglesa de obras de corte realista y crítica social. Aparte del reconocimiento internacional de Thomas Ostermeier, esta corriente se ha enfriado considerablemente. No tengo la impresión de que en esta dirección mucha gente espere nuevas revelaciones interesantes dentro del teatro. De hecho, el mayor impacto del movimiento «in yer face» fue la recepción de Sarah Kane, cuya escritura se alejaba cada vez más y más de los remanentes del teatro dramático, en sus primeras obras, como Blasted, y que sobre todo con 4.48 Psychosis estuvo cerca de ser un ejemplo perfecto de la textualidad posdramática.
Coro
En el año 2001 el teatro alemán perdió a Einar Schleef, y con él al director que había redescubierto el poder del coro como una herramienta y un elemento básico del teatro. Inspirados precisamente por su trabajo hoy en día existen muchos creadores que hacen un amplio uso de la estructura coral de diferentes formas. Este desarrollo merece ser mencionado como una tendencia por derecho propio. Es obvio que el interés por el coro extralimita las estructuras básicas de la representación dramática. Desde la antigüedad el coro es una realidad teatral que abre y rompe con el cosmos ficcional del mito o la narración dramática y pone en juego la presencia del público, en el aquí y ahora del teatro, en el «theatron». (Esta es una de las razones por las que el coro no podría encontrar un lugar en la Poética de Aristóteles, cuya principal intención era la clausura de la obra de arte, su totalidad autosuficiente y su completitud). Podría parecer que Einar Schleef fue una figura aislada en la recuperación del coro, pero desde los años en que sus obras provocaron grandes debates en Alemania el empleo y la discusión acerca del uso del coro no terminó sino que ganó consistencia. También pueden ser mencionados aquí los trabajos de Volker Lösch que trabaja sobre la apelación directa al público y con coros, por ejemplo, de desempleados y ciudadanos de la zona para articular de esta forma cuestiones políticas y sociales. Sin embargo, su trabajo levanta reacciones polémicas –y de hecho muy a menudo despierta la sospecha de que en gran medida se beneficia de la miseria social en favor del efecto espectacular, sin reflexionar y poner en cuestión el propio aparato teatral del cual hace uso–. Pero no es ésta únicamente la esfera del teatro directamente «político» en la que se puede observar una vuelta al uso del coro. Por ejemplo, hay que decir que un director como Nicolas Stemann también presenta Los Bandidos de Schiller en un estilo coral (actores que comparten y cambian sus personajes, que crean con la voz y el gesto «un concierto verbal» [Stemann] a la manera de una banda de jazz o rock).
Danza
Otra tendencia –después de la producción en colaboración, el diálogo con la sociedad y la vuelta al coro–, es el enorme y extendido interés por la danza y la proliferación de trabajos teóricos y prácticos, en y sobre la danza.
William Forsythe explora los cruces entre la danza, la instalación, la acción artística, los eventos festivos, la interactividad y la referencia política en trabajos como Human Writes. Éste fue un trabajo especialmente impactante. En un amplio espacio fueron colocadas un gran número de mesas con superficies blancas en las que estaba permitido escribir. En las paredes se podían ver versiones escritas de los derechos humanos en diferentes lenguas. La actuación se llevó a cabo de la siguiente manera: un grupo de bailarines y no-bailarines tenían la tarea de escribir en las mesas bajo las condiciones y reglas más difíciles: por ejemplo, sosteniendo un bolígrafo en la boca o en posiciones verdaderamente incómodas. Al público se le invitaba a desplazarse libremente alrededor y entre las mesas. Pero entonces, en el transcurso de la actuación, se le pedía a los espectadores que echaran una mano a los actores, ayudarles, y crear pequeños grupos para abordar un proceso difícil de escritura: un espectador podía por ejemplo escribir una carta sobre la espalda de otro, quien, a su vez, la transmitía por gestos a un actor que debía tratar de escribirla: «Human writes human Rights» (Humano escribe derechos humanos).
Meg Stuart combina por un lado la danza y la exploración mínima del gesto con inmensas puestas en escena, teatralmente espectaculares, y por otro con trabajos poéticos y a pequeña escala. Constanza Macras y otros politizan la danza-teatro, moviéndose libremente entre la danza, la acción artística, el teatro físico, la actuación y la instalación. La danza ha llegado a ser la práctica que más ha recibido y más ha influido en muchos campos de la práctica teatral. La política cultural del estado alemán se ha propuesto desde hace varios años apoyar a la danza a través de un programa de subvenciones denominado Tanzplan. La danza también es un factor esencial en la reconsideración y la reformulación de cuestiones teóricas de lo que puede ser una crítica adecuada y un discurso académico. La reflexión concretamente de los coreógrafos sobre su propio trabajo dentro del «campo cultural» en el sentido en que apuntó Pierre Bordieu (Xavier Le Roy, Boris Charmatz, Thomas Lehman). La danza, como la práctica teatral en general, está constantemente –y mucho más que en la década de los noventa– criticando, reflexionando y exhibiendo su propia problemática categorización como estética o al menos como práctica estética, rechazando con frecuencia la producción aparentemente naïve de una ficción estética cerrada hecha para ser contemplada.
Los autores y directores están experimentando cada vez más con las posibilidades de la danza y la coreografía, integrando la danza en su trabajo. Falk Richter, por ejemplo, colaboró en varias ocasiones con el coreógrafo holandés Anouk van Dijk en Trust, donde los problemas sociales, la credibilidad individual y económica o el tema de la fatiga del ser uno mismo, discutida por Alain Ehrenberg, son expresadas en una forma nueva de la «danza-teatro», creada por un autor literario en colaboración con un coreógrafo y los bailarines en el proceso de los ensayos. Laurent Chétouane, primero reconocido por su aparentemente exclusiva concentración en la palabra y el texto, trabaja desde algunos años con la coresencia de actores y bailarines al tiempo que sigue llevando a escena textos contundentes (Hölderlin, Lenz, Büchner, Brecht). Chétouane invita al público a compartir colectivamente un estado sin la «máscara» de la forma altamente estilizada o la identificación emocional fácil. En este trabajo no encontramos de ninguna manera una vuelta al «Tanztheater» de los ochenta (donde la danza tenía un liderazgo incuestionado), sino una nueva práctica donde la danza pasa a ser parte integrante de proyectos más amplios de un autor o un director, en colaboración con coreógrafos y bailarines. El punto central es aquí la exploración posdramática de una coreografía en todas las direcciones: gesto y danza entran a formar parte de la obra como un comentario silencioso y un cuestionamiento de la palabra hablada; la palabra entabla de este modo nuevas formas de diálogo con el espacio y el gesto de un cuerpo presente y dancístico. En este panorama escénico la subjetividad individual tiende a formar parte de un horizonte más amplio. Heiner Müller: «En todo paisaje el yo es colectivo».
Debemos hablar sobre el interés general por la danza y el creciente interés por los aspectos coreográficos de la puesta en escena. Están los espacios coreografiados, los movimientos y las pequeñas danzas en el trabajo de Christoph Marthaler, en su mayoría junto a Anna Viebrock; los duros patrones coreográficos, rítmicos y gestuales en las producciones de Michael Thalheimer, quien habitualmente pone en práctica una interesante separación: gestos y movimientos corporales fuertes, y de nuevo un estricto inmovilismo del cuerpo, al tiempo que los actores pronuncian su texto con frecuencia a gran velocidad. Podemos hablar aquí de una ruptura con una representación naturalista. Mientras la representación dramática tradicional desde Lessing hasta Stanislawsky intenta crear la impresión de un comportamiento «natural», este sentido aquí se abandona en favor del principio, de alguna manera brechtiano, de exposición consciente de un lenguaje muchas veces artificial y –en paralelo– un repertorio preciso de gestos y de movimientos del cuerpo.
Narración y teatro del acto de habla
Otra tendencia –la número cinco– quizá pueda despejar algunos prejuicios sobre el papel y la importancia de la palabra. El lenguaje del cuerpo no lo es todo. Una nueva importancia del texto, la palabra, principalmente: de la narración se puede observar cómo fue suplantada en los ochenta y principios de los noventa por las exploraciones de lo visual, aunque la dimensión verbal nunca llegó a desaparecer realmente. Hay en este momento un gran número de trabajos teatrales basados en textos épicos o en novelas. Los directores generalmente prefieren los textos épicos, narrativos, e incluso comentarios históricos o textos teóricos a textos explícitamente dramáticos. El teatro ha desarrollado diferentes maneras de contar historias sin tener que volver a caer en la tradición de una imitación dramática realista y en la ficción cerrada. En ocasiones se recurre la referencia a la narración cinematográfica. Un director como Robert Lepage hace un uso sofisticado del estilo cinético, el vídeo, el cine, la narración épica, el collage y otros recursos tecnológicos. En Polonia, Grzegorrz Jarzyna hizo Dast Fest (Celebración) a partir de la película dogma de Thomas Vinterberg, al igual que lo hicieron varios teatros en Alemania. Peter Greenaway estrenó en el 2001 una producción llamada Gold en Frankfurt am Main. Es interesante señalar que Ángela Schalenec, perteneciente a la nueva escuela de directores de cine de Berlín, también trabaja en teatro. (La denominada escuela de Berlín se concentra en un estilo de narración deliberadamente desdramatizado y que enfatiza la observación paciente y no-dramática de las actividades de la vida cotidiana). Hay que decir que estas nuevas tendencias en el cine y en el teatro posdramático se relacionan unas con otras de una manera que todavía debe ser explorada teóricamente.
El renovado énfasis en la narración se suma al también renovado interés en el texto y la palabra, aunque sea en un sentido distinto. Algunos de los momentos más llamativos en el teatro contemporáneo subrayan la metafórica (y a veces también literal) desnudez del actor o intérprete, que parece ser llevado por el deseo de hacernos conscientes de la maravilla, por decirlo de alguna forma, del acto de habla puro, de la confrontación física y mental del espectador con un cuerpo hablante en su simplicidad más básica (la cual constituye en efecto una complejidad del máximo orden). En algunos trabajos encontramos una fuerte inclinación hacia el actor teatral en cuanto intérprete o actor realizativo («performer»), una inclinación que es puesta en paralelo a una resistencia a todo tipo de simple teatralidad: decoración, vestuario, gesto bien estudiado y un refuerzo por los efectos musicales y de iluminación. Yo propongo llamarlo un teatro del acto de habla. Podemos pensar en Dimiter Gotscheff quien, inspirado por Heiner Müller, deseatraliza el teatro y marca la escena con una concentrada presentación textual en escenarios radicalmente minimalistas –espacios concebidos en su mayoría por Mark Lammert–. Habla, texto, y palabra establecen aquí y en otros casos una relación íntima que traspasa la cuarta pared, permitiendo al teatro convertirse en un espacio de pensamiento y reflexión, interrumpiendo la ansiedad puramente estética por una implicación provocativa de los espectadores que son forzados a participar de la radical reducción de la teatralidad y a entrar en una inusual e intensa relación con el acto de habla «puro» del intérprete. Los reducidos y minimalistas trabajos de Laurent Chétouane provocan al público por la concentración hiperbólica en el texto y en el acto de habla. Los espectadores no encuentran ningún drama ni identificación con un personaje ficticio y sin embargo tienen que lidiar con el desafío de la presencia real del/os actor/es (este tipo de teatro permite a los espectadores experimentar una relación profunda con el actor/intérprete), lo que muchas veces deja al espectador desconcertado porque no cumple con el espectáculo esperado. Sin embargo, trabajos de este estilo no indican de ninguna manera una vuelta del teatro a una dramatización convencional o un simple retorno al texto (aunque a menudo son fácilmente malentendidos precisamente en este sentido). En su lugar deben ser entendidos sólo como una intrusión de los elementos de las prácticas performativas en el teatro que pueden eclipsar, pero también, como en estos ejemplos, iluminar el material textual. Es la realidad física y mental del acto de hablar o de la actuación en cuanto, o sobre el habla, la que se halla en el centro de este tipo de teatro. Es un teatro sobre el acto de habla físico y real, sobre la situación del actor y del espectador en su íntima confrontación, y es sobre la actuación (y no sobre una exclusiva o predominante preocupación por el texto). Era por lo tanto un movimiento lógico que Chétuane de un tiempo a esta parte incorporara a su trabajo la danza y el gesto danzado, creando un espacio de eco mutuo para la palabra y la danza.
Detengo aquí mi rápida panorámica sobre las cinco tendencias que yo encuentro significativas en la última década y paso a la primera de las preguntas que con motivos más que suficientes puede ser planteada.
1) Si tomamos en cuenta los desarrollos que se han producido desde 1999, ¿existe una necesidad por revisar esencialmente la noción de teatro posdramático? Mi impresión es que no. Siento que las categorías empleadas en el libro continúan siendo válidas para describir muchos de los trabajos nuevos. Armin Petras, Nicolas Stemann, Falk Richter, Sebastian Hartmann, Stefan Pucher y otros muchos (todos parten de la situación de frontalidad del teatro literario, la asunción del coro o el espacio completamente abierto) desarrollan prácticas que pueden implicar elementos dramáticos, pero también recurren frecuentemente a sobre-escribir la obra dramática y sus lecturas significantes por medio de la actuación, el teatro físico y la interactividad, abriendo de esta forma el espacio ficcional al «theatron». El trabajo de Heiner Goebbels es considerado por muchos como representativo de la situación actual del lenguaje teatral y su trabajo es obviamente un trabajo posdramático: incluye la pintura, la filosofía, la música y establece un puente entre el teatro y la instalación, como hizo en Stifters Dinge. En Alemania entretanto el término casi se ha identificado con el «Regietheater» contemporáneo. La palabra aparece en los diccionarios y en la crítica literaria. La revista de teatro más importante en Alemania puso en grande tres veces la palabra en la portada y eso conllevó una discusión sobre ella, afirmando en una edición de 2009 que el eslogan «posdramático» había dominado el debate en los últimos diez años. Algunos artistas se refieren explícitamente al término (Rimini Protokoll en su página web llamaban «posdramático» a su trabajo), y algunos directores lo aceptan para sus creaciones. Y yo observo con satisfacción que El teatro posdramático también parece ser útil para las nuevas tendencias de la pedagogía teatral.
Un informe de Bruno Tackels de 2006 sobre la escena del teatro francés en el Theatre der Zeit afirmaba que él podría tomar El teatro posdramático como guía para su informe. Para mi sorpresa, críticos, académicos, y profesionales en Japón, América Latina, Australia, Polonia, España o en la región de los Balcanes continúan encontrando el libro útil. Se continúan
haciendo traducciones (hasta ahora quince), y hay una generalizada recepción y discusión del término y del libro, incluso en zonas donde yo nunca imaginé que pudiera despertar tal interés: por ejemplo en Brasil, Argentina, Chile o Colombia. «Performing Literatures» el ejemplar de Performance Research de marzo de 2009, es una buena muestra de que el término, como así se teorizó en el libro, ha conservado un cierto «valor de uso». Es un lugar de referencia en muchos artículos, utilizado para analizar la representación y la escritura (Tim Crouch, Jelinek, Kane); y puede ser cuestionado, criticado y usado productivamente para explorar la compleja relación entre arte dramático y teatro.
A pesar de la crítica de diferentes tipos es, supongo, generalmente aceptado que el concepto ha sido útil y productivo
- al señalar una amplitud «dramática» de las posibilidades, tecnologías y estéticas de la práctica teatral;
- al señalar la importancia central de superar una asociación demasiado estrecha, en las mentes de los espectadores y críticos, entre el teatro y a la literatura dramática;
- al ampliar la perspectiva sobre las artes escénicas y performativas en cuanto prácticas que transcienden las fronteras entre el arte, la práctica social y el teatro, y se dejan mejor analizar como «bordes del arte» En el discurso tanto académico como crítico, el término «posdramático» es utilizado habitualmente en conexión con el arte de acción y/o el teatro experimental en general. Por tanto, no veo la necesidad de hablar del teatro «posposdramático» o algo similar. 2) El problema teórico de la interacción y conflicto entre teatro y drama se mantiene, desde mi punto de vista, como una herramienta para repensar la tradición europea del teatro dramático así como la tradición también de su teoría. Mi propuesta de la secuencia pre-dramático, dramático, y posdramático, aunque en alguna ocasión se vio como algún tipo de proceso hegeliano, no es más que un intento de pensar el desarrollo del teatro europeo desde la perspectiva de la práctica contemporánea. La tensión interna e incluso, como se ha dicho, la «contradictio in adjecto» entre el arte dramático y el teatro en el concepto de «teatro dramático» es un problema que necesita y merece ser desarrollado. Como argumentábamos en El teatro posdramático la definición hegeliana de belleza es ya en su misma dialéctica cuestionada, alterada y finalmente descompuesta en cuanto al «arte dramático» se refiere, por un elemento irreducible de casualidad, no- belleza y por un predominio de lo «particular» sobre lo «general» (aunque sólo sea en la persona del actor que está interpretando con la máscara y apropiándose lo bello a su propia idiosincrática y particular personalidad). El teatro posdramático es a este respecto el teatro en la era de la autorreflexión del concepto de belleza, cuestionando conscientemente su condición como objeto de contemplación y pasando a ser un elemento de los diferentes tipos de práctica (social, política, pedagógica, documental…). La propuesta de Jean-Pierre Sarrazac fue que quizás la idea de un «teatro rapsódico» sería más útil para comprender el movimiento general de la práctica teatral contemporánea. Esta idea se refiere a Brecht, al actor brechtiano y a Bernard Dort. Tan útil como es este término para muchos de los acercamientos al teatro donde la dimensión textual sigue siendo central, la idea de lo rapsódico parece estar arraigada mucho más en la tradición dramática y brechtiana y –tal y como yo lo veo– no tanto a todas aquellas dimensiones del teatro que se acercan a elementos no literarios o menos literarios como son la «performance», la instalación, la danza, etc. Por tanto no veo la necesidad de sustituir lo «posdramático» por lo «rapsódico».
3) Ya que el libro no dejó suficientemente claro el término «posdramático» debe ser entendido en términos de reflexión histórica en dos niveles. Por un lado la palabra «posdramático» se pensó para que funcionara como un término crítico y polémico que debía diferenciar un conjunto de prácticas teatrales que estudié (más o menos desde los años setenta, y que estaban envueltas e impregnadas por el advenimiento de una cultura mediada predominantemente por la «performance»), de aquellas que fueron y aún siguen siendo guiadas por la idea de un teatro centrado alrededor de la estructura dramática a la manera de la tradición de los siglos XVIII y XIX. Desde entonces, dentro de un rico e importante (y con frecuencia aún muy creativo) panorama de los teatros institucionalizados en Europa, lo dramático tiende a ser considerado como el modelo natural de lo que debe ser el teatro, se hace necesario incluso diez años después reivindicar que numerosas prácticas que se salen más o menos radicalmente de este modelo pueden hacer el legítimo reclamo para representar el vivo, auténtico y significativo teatro de hoy. El teatro posdramático no trata simplemente de la muerte del arte dramático (o el texto o el autor…), sino que refiere a un cambio completo de punto de vista en las realidades teatrales contemporáneas.
Por otro lado, el libro indica explícitamente (implica más que argumenta) la tesis de que el «modo dramático» del teatro (en el sentido estricto de la noción de lo «dramático» que podemos dar a este término, a partir de Hegel, Szondi, Brecht y otros) es muy poco probable que sea retomada en el futuro. Existen muchos argumentos que se pueden dar a favor de esta tesis (uno de los cuales es que en realidad la idea de lo dramático no apunta a un supuesto antropológico eterno –cuyo caso es probablemente el del teatro–), sino que sólo se refiere a un muy específico, históricamente limitado y particular concepto europeo del teatro que está posiblemente, y yo digo probablemente, al borde de perder su origen. En este nivel el término «posdramático» se hace eco de la noción de lo «pre-dramático» que empleé para la antigua tragedia griega e implica que las precondiciones históricas del modo dramático van desapareciendo de una manera fundamental. En este sentido la palabra «posdramático», no se refiere al conjunto de las estéticas teatrales desde los años setenta a los noventa, sino a todo el teatro que ya no está dominado por el modelo dramático, tanto las formas más tempranas como otras que están por venir. Si el concepto en este sentido se puede encontrar útil para analizar modelos o hábitos culturales más generales más allá del teatro, es una cuestión que entre tanto ha surgido, pero que yo prefiero dejar a la sociología, la psicología y los estudios culturales.
4) Por otra parte existe la disputa sobre el uso del término «teatro», una disputa que pone en juego la relación entre el teatro posdramático y el «performance art» y en ocasiones, a un nivel institucional, entre los estudios de teatro y los «Performance Studies». Yo sigo sin estar convencido de que tenga más sentido abandonar el término teatro e incluir toda práctica teatral bajo el nombre de «performance». No importa el criterio de definición que tomemos para la «performance», es obvio que el teatro, como otras prácticas artísticas avanzadas, adoptó elementos del «performance art» (deconstruir el significado, la auto-referencialidad, exponer los mecanismos internos de su propio funcionamiento, dar un giro «desde la representación a la actuación», cuestionar las estructuras básicas de la subjetividad, eludir o al menos criticar y exponer la representación y la iterabilidad…etc.), y a la inversa el «performance art» fue teatralizado en muchos sentidos –puesto que fue así con las más importantes manifestaciones artísticas, pierde sentido discutir sobre su definición como «performance art» o teatro–. Y además hay muchas dimensiones del teatro posdramático que sencillamente no son «performance»: la dramaturgia visual, los híbridos del teatro y la instalación, etc. De esta forma, sin abandonar aquí el debate en torno al concepto de «performance», donde Rose Lee Goldberg, Elinor Fuchs, Peggy Phelan, Philip Auslander, Josette Féral y otros, intervinieron, yo afirmo a modo de resumen que: no hay en mi opinión la necesidad de dibujar una precisa línea divisoria entre el teatro y el «performance art». La «performance theory» y la teoría del teatro se mueven sobre bases comunes. Dependiendo del punto de vista uno extrae de esta base común diferentes conclusiones.
Se da también un aspecto terminológico en la base de estas discusiones: la proximidad del concepto de «performance» con el más amplio de «performatividad» en general. Yo confieso un cierto escepticismo en lo que respecta al término «performativo». Esta es la razón por la que me refiero ya en El teatro posdramático a la noción de Hamacher de «aformativo». El término «performativo» no puede ser desligado completamente de la idea de un buen funcionamiento, de un hacer, de la consecución de un objetivo –hay un sesgo activista conectado a esa idea–. Y esto ocurre desde muy al principio: «Cómo hacer cosas con palabras». Esto no contiene por supuesto la idea de ser útil al describir muchas de las características de la práctica; sin embargo sí tiende a ocultar un aspecto del arte en general y de las artes escénicas en particular que en mi opinión es de extrema importancia: una cierta pasividad, o, digamos al menos, la articulación de una profunda duda en hacer, conseguir, realizar y actuar bien. Lo performativo ha llegado a ser, como ha sido convincentemente demostrado, el nuevo paradigma de la sociedad disciplinaria: «Actuar o si no…» (Jon McKenzie). Y uno de los aspectos más productivos del concepto fue el análisis que Judith Butler hizo de la producción performativa de la identidad (generada). Cuando el «performance art» puede ser indicativo de una sociedad donde lo performativo se ha convertido en un dictado, no veo la necesidad de dejar de lado el paradigma del «teatro», el cual no implica la asociación con este sesgo activista (y permite, incluso de mejor manera, tener en cuenta las prácticas críticas de irónica subversión de los patrones establecidos de la performatividad como previó Judith Butler).
5) Un último asunto: una realidad esencial del teatro posdramático es obviamente el cambio de atención y énfasis lejos de la representación, o «Darstellung», de un trabajo o un proceso de creación/presentación como parte de una Situación, donde la relación entre todos los participantes del evento se convierte en un objeto importante del concepto artístico. La idea de la «dramaturgia del espectador» apunta a este desarrollo. El teatro persigue un movimiento que en las artes visuales ha estado presente desde hace décadas. La conocida polémica de Michael Fried en contra de la teatralidad en parte del arte moderno se refirió justo a este punto: la dependencia del trabajo sobre el espectador. Este estudio, privado de su intención polémica, es útil para la descripción de la práctica posdramática, la cual en muchas ocasiones tiende a centrarse sobre la relación del evento con los espectadores (y la relación de los espectadores unos con otros) como el material básico de la elaboración artística. Nicolás Bourriaud escribe que en dicho arte, que él describe como relacional, «las relaciones sociales pueden constituir el material vivo para algunas de las prácticas en cuestión» (Precarious Constructions. Answer to Jacques Rancière on Rancière on Art and Politics). Es interesante ver cómo Bourriaud describe un cambio general en la concepción del arte bajo el título «estética relacional» que es muy similar al teatro posdramático: muchos artistas contemporáneos no piensan tanto en su práctica como en un dar forma a un objeto, sino más bien en construir una forma para que se den posibles relaciones humanas. Aun cuando podría ser criticado (lo que yo seguramente haría) que Bourriaud enfatiza muy sesgadamente los aspectos armoniosos, la «convivialité» en estas prácticas artísticas que apuntan a proponer otras posibilidades para habitar un mundo común, sus ideas son importantes y útiles para una mayor elaboración teórica y práctica del teatro posdramático como un teatro de situación. Tomando en consideración el elemento de conflicto, de distanciamiento y las polémicas en tales espacios de relación, que en Bourriaud están de alguna manera insuficientemente representadas, la estética relacional contribuye a una mejor comprensión de los fenómenos de características comparables del teatro posdramático. Esto no priva necesariamente al arte, tal y como yo lo veo, de su dimensión artístico-estética, como ya argumentó Jacques Rancière. En un sentido análogo el teatro posdramático no pierde su dimensión estética como arte si abandona la noción de su autonomía y negocia alineamientos híbridos con prácticas sociales, políticas u otras.
Se dan en este sentido numerosos temas de posible y necesario debate. ¿Cómo podemos relacionar la promesa de la teoría clásica para salvar el hueco entre lo bello y lo bueno, la ética y la estética en la noción de lo sublime a una práctica posdramática que está más allá de esta esperanza? ¿Cómo podemos teorizar más precisamente lo «dramático» al cual alude lo posramático? ¿Qué será de la cesura, la interrupción, como teorizaron Hölderlin, Walter Benjamin, Lacoue-Labarthe en una práctica del teatro posdramático? ¿Es posible (re)construir una «comunidad» teatral en el teatro posdramático, aunque sea en el mismo sentido de Nancy como una comunidad de lo no-comunal? ¿Cómo podemos reevaluar y considerar el problema que planteó Michael Fried de la «teatralidad» en el contexto teatral?
Todas estas preguntas me permiten plantear sólo una: el problema de la definición de una buena parte de la práctica posdramática como práctica artística o estética. El concepto de arte en sí mismo, tanto como la idea de una historia del arte, es en gran medida parte de todos los análisis más ambiciosos de la práctica artística contemporánea. En Hegel tenemos ya la idea del «fin del arte» porque la representación mimética del mundo en materiales sensuales se convierte en superflua en el proceso del espíritu que sólo encuentra su verdadera existencia en la «Gestalt» (o mejor: en la no-Gestalt) de la pura conceptualización. (Hegel en algún sentido articuló la irónica posmodernidad avant la lettre). Encontramos a Arthur Danto que reavivó este concepto postulando el final del arte con el argumento de que desde los años sesenta todo puede ser susceptible de convertirse en arte, en clara alusión a Andy Warhol. Por lo tanto, toda la historia del arte está, de acuerdo a la teoría –cuestionable- de Danto, acabada de una vez por todas. Sin embargo, se ha argumentado con acierto que estas consideraciones son problemáticas porque presuponen una visión de la historia demasiado estrecha y poco crítica; además de, finalmente, una visión esencialista del arte y un análisis reducido del arte moderno. Permítanme decir que la modernidad en el arte no puede ser definida parcialmente como formalista, es decir: como una investigación dentro de cada tiempo medial específico de una práctica artística (como sostiene Clement Greenberg), ni tampoco como un cuestionamiento artístico de la esencia del arte, como decía Danto. La teoría del arte se mantiene, como en épocas anteriores, dentro del mismo espectro de contradicciones: que hay nuevas formas de hacer arte que implican o parecen implicar que ya no existen criterios y/o reglas para distinguir el arte del no-arte. Pero en realidad estas nuevas formas nos fuerzan simplemente a reconsiderar nuestras asunciones sobre lo que es el arte y su historia.
No hay duda: desde Duchamp el objeto de arte ya no puede ser exclusivo o principalmente identificado por sus cualidades intrínsecas como un objeto, sino sobre todo por el análisis de su contexto. Este cambio de cualquier lógica inmanente y definición del arte hacia una práctica definida mediante el contexto ha tenido un fuerte impacto también en la discusión sobre el teatro posdramático. De hecho nosotros reconocemos normalmente una obra sencillamente porque dicha obra se encuentra en un museo o en cualquier otro contexto anunciado como contexto artístico. El gesto estético no puede ser definido por el contenido de una obra o por su forma, sino únicamente por la construcción y detección de su contextualidad. Efectivamente, esto es cierto, en principio, para el arte precedente también. ¿Cómo se determina el valor artístico de una frase cotidiana aparentemente sencilla en un texto de Kafka? Nada más que por las reflexiones contextuales. Sin embargo, la dependencia de la obra de arte sobre el espectador ha ganado una nueva dimensión y calidad que cambia profundamente el discurso sobre el arte. Fue este desarrollo en la teoría y la práctica estética el que inspiró el conocido debate sobre la teatralidad en Arte y Objetualidad (Fried, 1967). Paradójicamente, sin embargo, es por ahora aceptado en general que la teatralidad en este sentido es de extrema relevancia para la discusión de todo el teatro posdramático, así como para el arte de acción y la instalación, y no debe implicar de ninguna manera los efectos devastadores que polémicamente Michael Fried le quiso imputar.
Así que, ¿en realidad todo vale? Porque, ¿todo depende del espectador? No todo. Parece evidente que el discurso en cierta medida triunfante de la completa libertad alcanzada por la práctica artística es parcial y corto de miras. Sigue siendo cierto lo que Adorno decía al comienzo de su «Teoría estética»:
Los movimientos artísticos de 1910 se adentraron audazmente por el mar de lo que nunca se había sospechado, pero este mar no les proporcionó la prometida felicidad a su aventura. El proceso desencadenado entonces acabó por devorar las mismas categorías en cuyo nombre comenzara. Factores cada vez más numerosos fueron arrastrados por el torbellino de los nuevos tabúes, y los artistas sintieron menos alegría por el nuevo reino de libertad que habían conquistado y más deseo de hallar un orden pasajero en el que no podían hallar fundamento suficiente. Y es que la libertad del arte se había conseguido para el individuo pero entraba en contradicción con la perenne falta de libertad de la totalidad». (Adorno, 1970: 9).
Teniendo en cuenta esta contradicción, no podemos quedar satisfechos con la ciertamente veraz afirmación de que el estilo o los estilos posdramáticos abrieran un gran campo para nuevas posibilidades y permitieran que prácticamente cualquier acción pudiera ser denominada arte teatral. Deberíamos, sin embargo, preguntarnos más exactamente de qué manera podemos evaluar las formas productivas que generan esta contradicción dentro de las prácticas de teatro posdramático contemporáneo. He comentado en alguna parte que una manera de describir este proceso es una cierta reinserción de la dimensión ética dentro de la dimensión estética (un argumento que se relaciona con el hecho de que la dimensión estética en sí misma se forma, en alguna medida, justamente por su separación de la seriedad de las preocupaciones éticas inmediatas). Quiero aquí insistir en otra faceta de este problema, a saber, el hecho de que el teatro está en una posición específicamente diferente del arte objetual, en el sentido de que es siempre ya y a la vez una construcción estética (puesta en escena) y una situación concreta y siempre única social única, real; si se prefiere: banal y no-artística. Al público no se le puede considerar de la misma manera como meramente el contexto para el teatro, como el espacio de una galería. El público es parte constitutiva del objeto en la medida en que, como he dicho, el espacio abstracto lo es en un objeto de Jim Dine o en la Venus de Milo. En otras palabras este contexto es inherente en la práctica técnica del teatro. Es intrínsecamente algo diferente respecto a las artes visuales. Esta diferencia interna o, por decirlo así, impureza está en el centro de su práctica.
Y éste es el punto que me gustaría plantear: ya que el teatro posdramático tiende a destacar la situación de comunicación real, expone y refleja una condición artística del teatro que estaba implícita en la teoría clásica del teatro y con frecuencia explícita en la práctica teatral. Y el acto de esta exposición de la situación implícita de comunicación en forma teatral es parte de su acto de reflexión y cuestionamiento, su condición como práctica (puramente) artística. Vamos a dar un paso más: a menudo precisamente esta realidad de la situación del teatro se convierte en el objeto artístico de la práctica teatral. Sin posibilidad para diferenciar aquí entre el texto y el contexto. El arte del teatro explora en estos casos su «borde», la zona de penumbra, donde todavía se le considera obra de arte, y posiblemente sólo motivado por consideraciones artísticas, y al mismo tiempo entra en otra esfera, la de lo cotidiano, lo social y lo político como un espacio de comunicación no-artística. Debemos desarrollar una teoría de la práctica teatral que tenga en cuenta la construcción de los aspectos relacionales en las artes escénicas y de acción. El teatro posdramático es en cierto sentido algo parecido al teatro relacional, inventa dramaturgias relacionales. Su gesto artístico no se centra tanto en dar forma a un objeto estético de una puesta en escena, sino en exponer, construir, gestionar, desarrollar e inventar modos de relación y comunicación posibles en una situación teatral. El objetivo puede ser simplemente el disfrute común, pero también quizás la individualización y aislamiento de cada espectador en relación a los otros; una experiencia festiva común o quizá igualmente una experiencia común de incertidumbre y pérdida. El teatro relacional puede tener muchas caras. Pero entra en el debate de la condición posmoderna de las artes y se desvía de los conceptos pre-modernos de un teatro dramático, de un cosmos ficticio y de una esfera ficcional separada. El teatro tiene que ver más con las maneras de relacionarse que con las maneras de crear mundo.
Traducción: Manuel Bellisco.
Extraído de Repensar la dramaturgia. Errancia y Transformación. CENDEAC, CENTRO PÁRRAGA, 2010.
Bibliografía
Adorno, Theodor W. (1970) Teoría estética (Asthetische Theorie), Taurus, Madrid, 1971.
Fried, Michael (1967) Arte y objetualidad. Ensayos y reseñas («Art and Objecthood»), Ed. Antonio Machado Libros, Madrid, 2004.