LA NARIZ: Ópera en tres actos
Música de Dmitri Shostakóvich (1906-1975)
Libreto de Dmitri Shostakóvich, Yevgueni Zamiatin, Gueorgui Ionin y Aleksandr Preis, basado en la historia homónima de Nikolái Gógol
Director musical | Mark Wigglesworth
Director de escena | Barrie Kosky
Escenógrafo e iluminador | Klaus Grünberg
Figurinista | Buki Shiff
Coreógrafo | Otto Pichler
Dramaturgo | Ulrich Lenz
Director del coro | Andrés Máspero
Teatro Real
Estreno 13 de marzo 2023. Funciones 13, 15, 17, 19, 27 y 29 de marzo 2023.
El autor del cuento en que se basa esta ópera, Nikolái Gógol es uno de los grandes clásicos de la literatura rusa, y debería ser considerado uno de los grandes de la literatura occidental, aunque en esto no ha tenido tanta consideración como otros compañeros suyos, pese a juicios tan preclaros como los de Dostovevski o Nabokov, que lo sitúan a la altura de su amigo Pushkin. Nacido en 1809, 3 meses después de Edgar Allan Poe, el ruso sobreviviría al estadounidense en apenas 3 años. Son figuras coetáneas con mucho en común. Lo grotesco, lo fantástico emanado de una visión discordante de la realidad, la poesía de lo inesperado, la desconfianza frente a las instituciones y el humor irónico, sarcástico y negro son comunes a ambos. Es en este último punto donde Nikolái le gana a Edgar. Su sentido del humor desborda en su escritura y le da un gran relieve a sus obras, mientras que el sentido del humor de Poe nos sumerge más y más en el horror, hasta ser indistinguible de este. Con el humor Gógol nos permite tener una visión crítica del mundo, y a un tiempo, más humana, sin por eso caer en ninguna blandura o condescendencia. Los primeros cuentos de Gógol, tan ucraniano como ruso, fijan en papel historias orales de su nación, y le dieron una gran popularidad. La novela breve Taras Bulba, que exalta a un jefe guerrero tan ucraniano como ruso luchando contra la opresión de los polacos, si bien no incide en lo fantástico, no deja de utilizar una épica desaforada, que alcanza lo legendario. Sus últimos cuentos se localizan en San Petersburgo, la capital, y en ella los terrores ancestrales y cercanos de lo popular se transmutan en los desconocidos vericuetos de los laberintos de la burocracia, de las calles y los apartamentos deshumanizadas, donde la soledad crea monstruos insospechados. El capote y La nariz son los más conocidos de ambos cuentos, y prefiguran muchas de las fantasías grises de Kafka. Su novela, Almas muertas, que el ruso Rodion Shchedrin también convertiría en una ópera a la que tanto debe la de Shostakóvich, une de forma fatal los dos mundos, contaminando lo idílico que le pudiera quedar al mundo campesino con la pesadilla implacable de lo burocrático. Chichíkov, su protagonista, recorre esa madre Rusia venida a menos comprando nombres de siervos muertos para hacerse una fortuna fantasmal.
La nariz, la historia de un funcionario corrupto que, sin ninguna explicación racional, se ve al despertarse sin el apéndice nasal, no deja de recordar a Quevedo, autor con el que Gógol tiene también muchos puntos en contacto. Una vez negada por la férrea estructura social el valor personal, el talento y el esfuerzo, lo más accidental se convierte en lo que define a la persona. En el mundo de la falacia social, sin su nariz, el distinguido funcionario no se es nada, como nos advierte Quevedo. La nariz no quiere ser una pesadilla de la que la final despertaremos, sino un sueño en el que seguimos los bandazos de lo irreal sin nunca cuestionárnoslos. En ruso, Nariz, fonéticamente en ruso Nos, se escribe justo como Sueño al revés, Son.
Un Shostakóvich de 23 años, estrena La nariz en 1927: la época en que Piscator y Brecht desarrollan un teatro objetivo, de distanciamiento e investigación sobre la realidad considerada como objeto social; en que el muy cercano Meyerhold crea la biomecánica y con su teatro constructivista atenta contra el psicologismo de Stanislavski; en que en Alemania y Austria se consuma la destrucción de las formas clásicas de la música para explorar los caminos del serialismo dodecafónico de la segunda escuela de Viena y la estridencia del cabaret y del circo, donde Schönberg y Berg se encuentran con Weill, Krenek y Hindemith. Con este caldo de cultivo, un joven Shostakóvich se aprovecha de las grandes potencialidades del cuento de Gógol para crear su primera ópera. Atonalismo y politonalismo, popularismo, contrastes tímbricos y exuberancia rítmica. La percusión riquísima y abrumadora y el contraste entre los timbres más graves y más agudos de la orquesta (contrabajos frente a piccolos y trompetas) se unen a la declamación del canto, extirpando cualquier lirismo, en una obra que se afirma en su epicidad, tal como la entendía Brecht, y en la expresión mecánica de lo orgánico, siguiendo a Meyerhold.
Si La nariz pudo darle prestigio a Shostakóvich, topó con la reacción de la crítica oficial. En su libreto intervienen entre otros autores y el mismo Shostakóvich, el novelista Zamiatin. Un autor que estuvo bajo la mirada de la represión stalinista, a la que criticó en su novela Nosotros, una de las primeras novelas distópicas y que sería modelo de 1984, de Orwell. Se dice que la censura logró no solo que la ópera no tuviera reposiciones, pese a contar con 17 funciones en su primera representación, sino incluso la desaparición absoluta de la partitura en la URSS (fuera de la cual, sí se representó). Según Rozhdéstvenski, que la resucitó en 1974, si lo hizo fue porque encontró de milagro en el Teatro Bolshoi la que sería la última copia de esta que quedaba en la Unión Soviética. La nariz volvió así del otro mundo con una aureola fantástica, muy gogoliana, independizada tanto de su creador como de sus verdugos, siendo apadrinada en sus ensayos y estreno por la presencia del mismo Shostakóvich. Sin embargo, ha sido siempre una obra poco representada, debido quizá a su gran dificultad musical y su gran exigencia escénica, y a que la también censurada Lady Macbeth de Minsk ha tenido mayor visibilidad y éxito tras la caída del stalinismo.
La nariz es una obra endiablada y un desafío que acoge el Teatro Real, su orquesta y su coro, capitaneados por el director musical, que conoce muy bien esta obra, Mark Wigglesworth, y por Barrie Kosky como director escénico. Su puesta en escena se concentra en dos características fundamentales de esta obra. Por una parte, mantener el ritmo que tiene tanto la música como la estructura dramática, sin dejar que la atención del espectador decaiga. Y por otra, lucir el gran número de personajes que rodean al central de esta historia, Platón Kuzmitch Kavalyov, estupendamente incorporado por un clownesco y energético Martin Winkler; una miríada de personajes que dan un friso completo de una sociedad con los valores completamente subvertidos. Lo artificioso llena la escena, convertida en un gran mecanismo. El espacio escénico sugiere una pista de circo. Un espacio circular y gris, una sección cilíndrica, abierta solo por el infinito que oculta el arco del proscenio, que aquí es un gran óculo, otro círculo elevado en vertical que enmarca la que sería la cuarta pared, marcando el espacio de la representación como si fuera una pantalla. El telón bajado refuerza la distinción de ese espacio de lo que es la corbata, y marca como una ironía –aún más- lo metateatral.
La escena está muy coreografiada. El trabajo de coro, figuración y el fantástico y muy enérgico ballet crean un gran personaje, apoyado en las pequeñas partes que inundan el libreto. Si el Kavalyov de Martin Winkler se caracteriza como un pajarillo o un clown, el resto del elenco, solistas, pequeñas partes, coro y ballet, es toda una ciudad agitada por el travestismo, por el disfraz, por el carnaval. La nariz, que en Kavalyov como pérdida ha dejado una marca roja, una herida estilizada y al mismo tiempo una nariz payasesca, en el resto de los personajes, en todos los personajes, es un apéndice protuberante, tumefacto y tan deforme como uniforme. La misma nariz repetida, el disfraz multicolor inundando la escena, el travestismo tomado como una pesadilla tan cotidiana como habitual.
Las escenas, trabajadas con precisión geométrica, se sustentan internamente en esa riqueza de personajes y caracterizaciones, mientras que externamente se apoyan en los interludios tan rítmicos de la obra (así como en las escenas corales, que dan lugar a una serie de espléndidas y poco convencionales coreografías), unas y otras son los sustentos fundamentales de la estructura de la puesta. Hasta el punto de que los responsables de esta producción crean un nuevo interludio, extrapolando el primer interludio percusivo, en el que un chorus line de grandes narices con largas piernas y sexos indefinidos que rodea y sobrepasa la cama del protagonista, protagoniza con solo la música del taconeo de sus zapatos de claqué uno de los números más insólitos y agradecidos del montaje.
No se incide sin embargo en la capacidad crítica, muy viva, que tiene tanto esta ópera como el cuento de Gógol de una sociedad artificiosa y una política corrupta. De alguna manera, la intervención -nada original- al principio de la obra de unos falsos espectadores incomodados por lo que han empezado a ver, desvía nuestra atención de ello y la llevan no a lo que la ópera cuenta sino al hecho de que la ópera tenga lugar; así trabaja también el corte dramático, casi al final de la obra, de la entrada de Anne Igartiburu. Un momento de distanciamiento que podría ser más revulsivo, en el que la presentadora de televisión, resplandeciente con un traje rojo y micro en mano, tras el guiño de su “Hola, Narigones” a su saludo televisivo emblemático, incorpora casi literalmente el pequeño y falso epílogo con el Gógol cierra su cuento, minimizando este su valor del cuento para, de forma irónica, marcar más la crudeza de su visión de la sociedad. Quizá esta intervención solo se venda a sí misma, sin que eso disminuya la gran espectacularidad y atractivo formal que tiene este montaje. Aunque pensándolo bien, ¿no es esta la misma crítica que recibió La nariz por parte de la oficialidad? Quizá lo que varía ahora, en contraste con el cuento y la ópera en el momento de su estreno, sea la relación del texto con el contexto. ¿Estamos ante una obra crítica desvinculada de un objeto de crítica? Ese carácter (a)político que sarcásticamente Gógol destaca, ¿no está tomado aquí de forma literal y una vez logrado un juguete que no ofenda a los unos o a los otros (cuando ópera y cuento arremetían contra los unos y los otros) los creadores se basan en explotar su gran riqueza exterior? Sea lo que sea, nos encontramos con un brillante y extenuante espectáculo, todo un ejercicio de estilo, en el que sobresalen a un tiempo la coralidad junto a la creación personal del protagonista, Martin Winkler.
RAÚL HERNÁNDEZ GARRIDO
LA NARIZ FUGITIVA
por JOAN MATABOSCH
Nikolái Gógol termina su relato La nariz con una declaración apolítica que debió entusiasmar al joven Shostakóvich: «Lo que es todavía más extraño, más inexplicable que el resto, es cómo los autores pueden elegir temas como este… En primer lugar, no hay absolutamente ningún beneficio para la patria; y en segundo lugar… en segundo lugar, tampoco hay ningún beneficio». Para un compositor que acababa de ser obligado a poner en música mediocres versos de alto voltaje ideológico y político de Bezymensky, con una lealtad al régimen que se evaluaba a diario en función de su disposición a arrastrarse y humillarse ante el nuevo poder surgido de la Revolución, aceptando encargos institucionales —como su Sinfonía nº 3 «El Primero de Mayo»— que le permitieran seguir creando, y viviendo, debía resultar todo un alivio poner música a algo que no suponía ningún «beneficio para la patria», que rechazaba explícitamente poderse leer como un manifiesto político y que se complacía, eso sí, en asimilar los lenguajes musicales más avanzados del momento. Fue su primera proclama creativa y rebelde, con mucho de autobiográfica, compuesta bajo el influjo de Vsévolod Meyerhold y de Ígor Terentiev, que moriría en un campo de trabajo de Stalin en 1941. Pero la mayor influencia herética de La nariz fue la de Yevgueni Zamiatin, que había participado en la Revolución de 1905 y se había apuntado al partido bolchevique, pero que cuando los comunistas llegaron al poder tomó una valiente posición independiente. Ante el desarrollo de los acontecimientos en la Unión Soviética, su manifiesto literario Tengo miedo acababa con un aforismo que iba a costarle muy caro: «Tengo miedo de que la literatura rusa tenga un único futuro: su pasado. Porque —decía Zamiatin— la verdadera literatura puede existir únicamente donde la hacen no obedientes y disciplinados oficiales, sino eremitas, locos, heréticos, soñadores, rebeldes y escépticos». Seguramente Shostakóvich soñaba con ser uno de ellos, y nunca se les aproximó tanto como en el gozoso disparate de esta farsa ilógica y extravagante sobre una nariz fugitiva. El desventurado protagonista del relato de Nikolái Gógol y de la ópera de Shostakóvich, Kovaliov, es un insignificante burócrata vanidoso y arrogante, obsesionado con su aseada apariencia, trajeado siempre con ropa perfectamente planchada y patillas cuidadosamente rasuradas, imbuido de sí mismo, palurdo, inmoderadamente fatuo y arribista, ansioso de reconocimiento social. Utiliza las estrellas de su rango militar de comandante para impresionar a las mujeres, pero nos informa de que no se casará por menos de doscientos mil rublos de dote. Su obsesión es escalar poco a poco, saboreando con orgullo cada peldaño, los estratos de una gris carrera de funcionario hasta convertirse, si le sonríe el destino, en inspector, vicegobernador o incluso consejero de estado. Estancada y arcaica, la burocracia rusa que Gógol fulmina sin piedad en su relato conduce a sus administradores públicos a una existencia intrascendente movida por el único acicate de la promoción social. Una promoción a ninguna parte, que solo adquiere sentido en el seno de la compleja y absurda normativa gremial que ha venido a sustituir el motivo por el que, en algún momento del pasado, se creó el cuerpo de servidores públicos. Convertidos ahora en guardianes de su propio estatus y ambición tras un proceso de degradación de años, y quizás siglos, el sentido del servicio público se ha sustituido por una competitiva ruta onanista hacia la nada, sobrellevada, eso sí, con gran gravedad y petulancia. Así las cosas, un día cualquiera Kovaliov se despierta, se mira en el espejo y descubre abochornado que le ha desaparecido la nariz. El contratiempo es comprometedor porque así no se puede presentar en los salones mundanos que frecuenta, ni a pasear por la Avenida Nevski, ni a seducir mujeres, ni menos todavía a fumar. Y, además, el incidente puede parecer vergonzante a título incluso personal, porque la excrecencia del cuerpo súbitamente extraviada podría enviar señales apenas veladas sobre la dudosa virilidad del propietario del apéndice díscolo. La catástrofe es todavía mayor cuando Kovaliov, que busca desesperadamente su órgano olfatorio por las calles, plazas, mercados e iglesias de la ciudad, acaba dando con él y descubre abochornado que ha adquirido dimensiones humanas. Y, mucho peor, su flamante nariz ha desplegado una carrera independiente en la administración pública mucho más exitosa que la de su propietario y ha ascendido fulminantemente en la escala funcionarial hasta convertirse, nada menos, que en consejera de estado, que es todo lo que él mismo aspira a ser algún día en los momentos de máximo delirio megalómano, como culminación de su carrera. Hay entre la novela y la ópera, sin embargo, una diferencia esencial en lo que se refiere al personaje principal del relato. Gógol narra su Nariz con explícito desapasionamiento, con un protagonista fatuo y ambicioso, castigado con un hecho tan increíble como ridículo: la desaparición de su nariz. En cambio, Shostakóvich convierte a ese pobre Kovaliov que se ha quedado sin nariz en un héroe trágico que incluso suscita nuestra compasión, dándole incluso una desgarradora y apasionada aria. Es recibido en todos los sitios con humillación y con vergüenza, y acaba siendo alguien en el fondo entrañable, rodeado de una gran mascarada. Como el héroe de El rinoceronte de Ionesco, Kovaliov querría tener el aspecto de cualquier ciudadano normal, pero un capricho del destino lo ha transformado en alguien diferente, y ese establishment firmemente provisto de ostentosas narices olfatorias lo ha convertido en un paria, en un outsider que es forzado por la sociedad a conformarse, resignado a partir de ahora a un estatus social que se adivina marginal. Un hombre sin nariz «es menos que un hombre», le dicen. Confuso ante la humillación de una situación tan extravagante, Kovaliov toma medidas para reconquistar y denunciar la desaparición de su protuberancia olfatoria. Está en juego mucho más que la recuperación del sentido del olfato y Kovaliov siente que, con su nariz inflada de tamaño, ego y estatus social, convertida en un yo por derecho propio, lo que le han robado es su propio sentido de sí mismo. No está solo en su viaje para disciplinar a su indómita nariz. El barbero, Iván Yákovlevich, se ve a sí mismo como un artesano ruso honesto y respetable, aunque Gógol introduce matices en esa benigna concepción que tiene de sí mismo: «Como todo trabajador ruso que se respete, Yákovlevich era un borracho empedernido. Y, aunque a diario afeitaba barbillas ajenas, la suya estaba eternamente sin afeitar». No se preocupa de su apariencia, todos sus clientes lamentan lo mucho que le apestan las manos y, ante la nariz de Kovaliov, demuestra su vergonzante cobardía cuando, en vez de devolverla a su propietario, busca el medio de librarse de ella para esquivar el probable interrogatorio policial. Su esposa lo reprende a cada momento: «¿Dónde has cortado esa nariz, pedazo de idiota? —le grita—. ¡Estúpido! ¡Borracho! Yo misma te entregaré a la policía. Ya he oído quejas de ti, ya van tres personas que me dicen que, cuando los afeitas, les tiras tan fuerte de las narices que de milagro no se las arrancas». Por su parte, el empleado de la oficina comercial del periódico es educado sin ser sumiso, y cumple su trabajo con seriedad y discreción cuando decide no publicar el anuncio que le pide Kovaliov, porque juzga inapropiado publicitar un hecho tan incomprensible. En cambio, el inspector de policía es un corrupto confeso. Gógol nos dice que era gran aficionado de todas las artes y los productos manufacturados, aunque, por encima de todo, prefería los billetes de banco. «Eso sí que es bueno —solía decir—. Nada lo supera. No piden de comer; ocupan poco sitio (siempre caben en el bolsillo); si se caen, no se rompen». La censura obligó a Shostakóvich a eliminar algunas de las alusiones del texto a la corrupción institucional, y por eso, en la ópera, las dos apariciones del inspector —para llamar la atención del barbero cuando está a punto de lanzar la nariz al Neva y para devolver la nariz a su propietario— se interrumpen bruscamente, como si se quisiera dejar al espectador en la incertidumbre cuando la corrupción está a punto de hacerse explícita. Eso sí, antes de devolverle su nariz, el inspector menciona ante Kovaliov su mala vista, la carestía de la vida, los costes de manutención de su madre anciana y su hijo estudiante, para ver si lo enternece y le suelta algunos rublos. Y alrededor de los escasos personajes con entidad propia —contempla la partitura la friolera de casi ochenta roles— se encuentra una masa conformista, cruel, manipulable, que quiere espectáculo, que solo acepta la uniformidad de su propia mediocridad y que va a destruir a todos los outsiders. Shostakóvich expresa esta historia delirante de vanidades, paranoias del ego, miedo a la castración, angustia por una mutilación que puede afectar a las perspectivas de ascender socialmente, mediante un código sonoro muy próximo al mundo del cabaret: la música abdica de sus poderes lacrimógenos y centra su poder en la sátira, la parodia, la comicidad feroz y corrosiva. Es un collage jovial de estilos y tonos, con trombones flatulentos, trompetas serpenteantes y sonidos chirriantes en los extremos de la voz humana, hasta el punto de exigir a algunos personajes, más que cantar, gruñir, refunfuñar, bostezar, reír, roncar y eructar. La percusión se utiliza para construir efectos sonoros grotescos, y abundan las escenas confiadas a insólitos grupos instrumentales que denotan fuerza juvenil, rebelión contra la armonía tradicional, fantasía abrasiva, energía vertiginosa y voluntad de romper todas las reglas sonoras y narrativas. El estilo musical, con cambios abruptos en función de la acción teatral, recuerda a las películas mudas que Shostakóvich tanto admiraba y que tantas veces había acompañado como pianista en los cines durante sus años de estudiante, para asegurarse unos ingresos. Para Barrie Kosky, director de escena de La nariz, es algo así como «una locomotora enorme que va a una gran velocidad». Por eso, La nariz necesita de un apoyo dramatúrgico que juegue esa misma carta y abra sus puertas al circo, la revista, el cabaret alegre, tonificante, irreverente, extravagante, grotesco y subversivo. Hasta una presentadora de televisión, en la puesta en escena de Barrie Kosky, irrumpe en escena para interrogar al público sobre el sentido que puede tener una ópera que narra las andanzas de una nariz. En los primeros años treinta, parece que las autoridades soviéticas entendieron perfectamente el sentido de las andanzas de ese pobre funcionario desnarigado y sin dignidad. Uno de los críticos soviéticos más del régimen la tachó de «bomba de mano anarquista», y los censores proestalinistas la expulsaron del repertorio durante cuarenta años por «formalista», hasta su rehabilitación triunfal por la Ópera de Cámara de Moscú en 1974. La indignación del establishment soviético era, en el fondo, lógica, así como la enorme controversia que generó y las opiniones divergentes sobre su valor artístico y social en este momento político e histórico. El problema era que el clima cultural y político estaba cambiando y la relativamente tolerante y liberal atmósfera de los años veinte estaba siendo reemplazada, en la Unión Soviética, por una centralización creciente y por una reglamentación más asfixiante a medida que Stalin consolidaba su poder. Lo que era aceptable cuando Shostakóvich había comenzado a componer La nariz se había convertido en inapropiado, por no decir peligroso, en el momento de su estreno. El compositor fue masacrado por la Asociación Rusa de Músicos Proletarios por el tema inconveniente de su ópera, que habían esperado que tuviera que ver con la construcción de la nueva vida soviética. Pero Shostakóvich sabía muy bien lo que hacía y quienes se indignaron demostraron haber entendido perfectamente la contundencia del obús que les estaba lanzando. La misma crítica que Gógol había arrojado contra la burocracia zarista en la Rusia del siglo XIX se planteaba ahora, tal cual, contra esa burocracia soviética que afirmaba haber construido un mundo nuevo. ¿Nuevo, les decía Shostakóvich? Basta cambiar, en el relato de Gógol, San Petersburgo por Leningrado y resulta que la misma sátira sirve para ridiculizar al zarismo y a los soviéticos. Porque, como escribe Bulgákov, «el asunto central de las sátiras mayores no es el nuevo vicio, sino el vicio de siempre, reapareciendo en sociedades que imaginaban ser nuevas». Y como hizo Gógol en su día, Shostakóvich se regodea en el placer puramente artístico de componer una ópera en la que, como en la novela, «no hay absolutamente ningún beneficio para la patria». Reivindica, como su libretista Yevgueni Zamiatin, un arte ajeno a los intereses y a las estrategias del poder, de eremitas, locos, heréticos, soñadores, rebeldes y escépticos».
Joan Matabosch

LA NARIZ EN EL TEATRO REAL
Con un reparto de 89 roles –distribuibles en un no menos mastodóntico reparto de 33 cantantes– y una acción de ritmo casi cinematográfico, La nariz supone un reto descomunal para cualquier teatro de ópera por su complejidad logística y una estimulante «pesadilla» para su director de escena. Basada en un cuento de Nikolái Gógol y estrenada en Leningrado en 1930, la obra fue retirada pronto de la circulación debido a los ataques de la Asociación de Músicos Proletarios de Rusia y la partitura no volvió a subir a un escenario soviético hasta 1974, solo un año antes de la muerte del compositor. El sarcasmo –rayano con el teatro del absurdo– del libreto y la «música sin estructura musical» –influenciada por la biomecánica de Meyerhold– de la partitura sostienen un espectáculo tan ácido en su contenido como rabiosamente moderno en lo musical.
El estreno en el Teatro Real de esta ópera de culto llegará de la mano de una celebrada e irreverente producción del australiano Barrie Kosky –firmante de la última Flauta mágica exhibida en este coliseo y declarado fan de esta obra desde sus años de estudiante–, diseñada a la altura de las grotescas peripecias del gris y pomposo burócrata que la protagoniza.
LA NARIZ
Ópera en tres actos
Música de Dmitri Shostakóvich (1906-1975)
Libreto de Dmitri Shostakóvich, Yevgueni Zamiatin, Gueorgui Ionin y Aleksandr Preis, basado en la historia homónima de Nikolái Gógol
Estrenada en el Teatro Maly Óperny de Leningrado el 18 de enero de 1930
Estreno en el Teatro Real
Nueva produccióndel Teatro Real, en colaboración con la Royal Opera House, la Komische Oper Berlin y la Ópera Australia
Equipo artístico
Director musical | Mark Wigglesworth
Director de escena | Barrie Kosky
Escenógrafo e iluminador | Klaus Grünberg
Figurinista | Buki Shiff
Coreógrafo | Otto Pichler
Dramaturgo | Ulrich Lenz
Director del coro | Andrés Máspero
Reparto
Platón Kuzmitch Kavalyov | Martin Winkler
Iván Yákovlevich / Encargado de la oficina del periódico / Médico / Horzev-mirza / Taxista | Alexander Teliga
Praskovaya Ossipovna / Una vendedora de pan | Ania Jeruc
Inspector de policía / Eunuco | Andrey Popov
Iván / Policía / Señor / Eunuco / Jefe adjunto a la policía | Vasily Efimov
La nariz / Eunuco | Anton Rositskiy
Lacayo / Iván Ivánovich / Estudiante | Milan Perisic
Yarishkin / Eunuco / Hombre enojado en la catedral | Dmitry Ivanchey
Pelageya Grigorievna Podtóchina / Señora Respetable | Margarita Nekrasova
La hija de Podtóchina / Señora en la Catedral | Iwona Sobotka
La vieja condesa | Agnes Zwierko
Presentadora | Anne Igartiburu
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real