TEATRO REAL: ARABELLA O EL PALACIO ENCANTADO

ARABELLA

Música de Richard Strauss
Libreto de Hugo von Hofmannsthal

Dirección musical
David Afkham
Jordi Francés (12 feb)

Dirección de escena
Christof Loy

Escenografía y vestuario
Herbert Murauer

Teatro Real, Madrid

24, 28, 31 de enero de 2023
3, 6, 9, 12 de febrero de 2023
19:00 horas; domingos, 18:00 horas

Arabella no oculta desde su mismo título su relación con los cuentos de hadas. Esta sexta colaboración de Hofmannsthal y Strauss, con la que el músico quiso retomar el tono de comedia de El caballero de la rosa, se sitúa también en un otro tiempo. Pero no en un lejano e idealizado siglo XVIII, con toques de Beaumarchais, sino en un pasado demasiado cercano, del cuál apenas le separa medio siglo para distinguirse del momento de su creación. Medio siglo presidido por una caída, la del Imperio Austriaco, sofocado definitivamente por la I Guerra Mundial. El “Érase una vez” de Arabella es el de un tiempo que prácticamente coexiste con el de la instancia narradora; nos habla de un tiempo de esplendor que ya ha entrado en decadencia pero que no puede desligarse del hoy. Combina así un falso pasado con una contemporaneidad impostada. Hay un esplendor que se niega una y otra vez, porque este esplendor está cargado con las deudas y de la pérdida del honor, expresado como la instrumentalización de las hijas. La nobleza no duda en subastar al mejor postor a una de ellas, exhibiéndola públicamente, mientras a la hermana pequeña, para la cuál no tiene capital para invertir en sus galas, simplemente la oculta tras el disfraz de un hombre. Arabella vive como La Bella Durmiente (o como Brynhild, y no es extraña la cita que Strauss hace del tema de Sigfrid) en una ciudad encantada en la que todos esperan ya no al príncipe azul, sino a un inversor con un gran capital; y no para deshacer el hechizo, sino para tapar el agujero financiero de un padre indolente que solo vive para jugar a las cartas, para poner en circulación de nuevo el dinero que llegue a sus manos en una pérdida constante. Arabella, como la princesa en muchos cuentos de hadas (el mítico Cuento del cortador de bambú japonés podría ser un ejemplo), tiene tres pretendientes que no la satisfacen, y sigue esperando un amante que posea en sus prendas el amor y la magia, por supuesto, pero también el desahogo económico que exige su familia. Todo depende de la voluntad de Arabella, a la que siempre se espera mientras ella se mantiene estática, como La Bella cubierta por su ataúd de cristal, como Brunilda tras el cerco de las llamas de Wotan; esperando a un esposo soñado del que siempre se habla, pero se siente que no va a aparecer. Y cuando aparece ese príncipe, no deja de ser un salvaje que no confía en Arabella y extiende sus celos en forma de violencia y depravación, desmintiendo su nobleza y sus buenos ideales. El dinero con que se iba a dotar el matrimonio con Arabella, se desvía para incitar a la borrachera y la orgía. Tras todo este entramado de frivolidad cruel, la víctima ignorada por todos es la hermana pequeña de Arabella, Zdenka, escondida, como bajo una piel de asno, tras de la identidad de hombre, impedida así de declarar sus sentimientos al hombre que quiere y subsumida por los caprichos de su hermana. Un sexo escondido, recusado, que es lo único que si sale a la luz puede romper la cadena de ilusiones y espejismos en que se pierden los personajes de esta ópera.

La puesta en escena de Christof Loy, cuya carrera está muy relacionada con la producción lírica de Strauss, incide en esa visión amarga del libreto. No le resta acidez, y no duda en subrayar de manera feroz, aunque nunca de forma forzada o inmotivada, todos esos momentos de disrupción que alejan Arabella, pese al esplendor de su música, de ser una historia feliz, e incluso agradable. Esto incluye incluso actos aparentemente extemporáneos, como el de la violación de la fiakermilli; pero que realmente no desentonan con la acidez de Hofmannsthal. Loy y el escenógrafo Herbert Murauer han creado un espacio complejo, pese a su apariencia simple. Un gran decorado múltiple y en movimiento constante que sin embargo no busca apabullar, sino que se pone a disposición del sentido del montaje. Lo más importante de este es lo aparentemente más simple, una gran caja blanca, absolutamente lisa, que ocupa en primer término la mayor parte de la escena. Su fondo se desvela como un gran panelado corredero que se abre para dejarnos ver de forma parcial los sucesivos decorados de la ópera: la pobreza de los interiores de la casa familiar en el Acto I, la magnificencia, entendida como espacio amplio y en el que los asistentes son su decoración, del salón de bailes del Acto II y la escalera del Acto III, lugar en que lo privado y secreto se hace público. Una estructura espacial que no deja de recordar a la del teatro griego y romano.

Si el fondo de la cámara blanca está en constante movimiento, también lo está el mismo decorado, de una forma lenta, imperceptible, y que además es disimulada por el mismo panelado, se mueve lentamente. De ahí, un efecto de paralelaje, por el que los nuevos espacios se ven como si siempre hubieran estado ahí (pese a que antes ese lugar lo ocupaba otra sección del decorado); con un efecto cinematográfico de cortinilla, y que siempre reserva la preponderancia del espacio en blanco. Si el decorado corpóreo contextualiza la historia, el cubo blanco sirve para aislar a los personajes y examinarlos con la precisión de un laboratorio. Ahí es donde se muestran con mayor detenimiento y donde los personajes expresan su drama más íntimo y sus conflictos.

Loy y Murauer, en una operación similar a la de Strauss y Hoffmansthal, crean un vestuario y un diseño artístico que podría situarse en la época de la escritura de la ópera, los años 30, pero que no deja de tener rasgos lo suficientemente amplios como para poder ser pensada en nuestra época. Con esto, están operando igual que lo hicieron los creadores de la ópera, situando una reflexión sobre finales del siglo XIX desde el principio del siglo XX. Ahora, si transliteramos a nuestra época la época de la creación de Arabella, con el surgimiento de los fascismos y, concretamente, el nazismo alemán, que acogerá a Strauss como una de sus insignias culturales vivas (algo que el compositor pagaría amargamente), es inevitable la reflexión acerca de la situación política de lo que está ocurriendo aquí y ahora. Una reflexión que permite el montaje de forma no evidente ni forzada; pero que no deja de ser estremecedora. Todos los elementos disruptivos del libreto original se ponen en el contexto de una falla social, y esta se debe trasladar a nuestro contexto contemporáneo. La actitud de pasividad de los padres de Arabella, el regodeo de la bella, la brutalidad del populachero Mandryka y el sacrificio forzado de Zdenka, ahogada por la indefinición forzada de género, encuentra a través de la relación con la situación política de los años 30 y la comparación de estos años 20 del siglo XXI el hecho de que esto que se cuenta, acerca de un pasado no tan remoto, está ocurriendo aquí y ahora sin ninguna de las vestiduras de la comedia. La tragedia más cruel, radicada en el presente, dimana de la escena hasta nuestra realidad de espectadores. De ahí, los momentos finales, escalofriantes de la puesta: la salida en la puesta “por el foro” de Matteo, que ya en ningún momento en el libreto declara que volverá al día siguiente a rescatar a Zdenka de su propósito de quitarse la vida; el éxodo de derrota de Zdenka; y por último, el siniestro fin de Arabella y Mandryka, hundiéndose en la parte interior de los decorados, ahora comida completamente por la oscuridad, que los absorbe, mientras que ya en la cadencia de la ópera, los paneles se cierran y el espacio cúbico blanco aumenta su luminosidad en un hiriente resplandor.

RAÚL HERNÁNDEZ GARRIDO


ARABELLA EN EL TEATRO REAL

Ya en el año 1927, Strauss escribió a Hugo von Hofmannsthal –su libretista desde los tiempos de Elektra– solicitándole un «segundo Rosenkavalier». Esto es, una comedia romántica de ambientación vienesa que les permitiera renovar uno de los más grandes éxitos de su carrera. La obra se alumbró con los peores presagios: Hofmannsthal murió de un ataque cardiaco afectado por el suicidio de su hijo sin haber terminado la revisión de los dos últimos actos; el director de orquesta Fritz Busch, que había de estrenar la obra, fue despedido de la Staatsoper de Dresde tras el ascenso de Hitler al poder; y, finalmente, la coincidencia de la fecha de estreno de la obra con una convención nazi en esta ciudad, en julio de 1933, supuso que Arabella se presentara al público en una sala repleta de camisas pardas.

Pese a la desafortunada lista de imprevistos, esta digna heredera de El caballero de la rosa, tamizada por el universo frívolo de El murciélago, atesora aún en grandes dosis -especialmente en su mágico tercer acto– el arte del viejo compositor. Esta producción de Christof Loy, responsable de Capriccio hace tres temporadas, supone, además, el estreno absoluto de esta obra en nuestra ciudad.

ALGUNAS REFLEXIONES, por CHRISTOF LOY

Muchas escenificaciones de Arabella se concentran en su faceta de opereta, pero siempre que he asistido a una representación de Arabella, he tenido la sensación de que esta obra esconde mucho más. Me di cuenta de que Arabella ocupa un lugar especial entre la serie de retratos de mujeres fuertes que creó Richard Strauss con o sin Hofmannsthal. Hay un horrible prejuicio contra Arabella: se la tacha de ser una mujer débil en busca de un amo dominante. En realidad, se trata de una marginada de la sociedad y de su encuentro con otro marginado. Este es un tema central que he tratado en muchas de mis producciones y que aparece en algunas de mis óperas favoritas, como Peter Grimes o La gioconda.

El texto de Hofmannsthal es rico en detalles. Nos ofrece un retrato de la sociedad con muchos matices. Como en El caballero de la rosa, a cada figura le otorga un lenguaje propio. De esta manera, el libreto supera con creces a las novelas folletinescas. Arabella es una variante burguesa de Salomé. Es una mujer que complica enormemente la vida de los hombres que la cortejan. Desde el primer momento, aparece ante nosotros como alguien sumamente fuerte y caprichosa, incluso un poco cruel, pero que reflexiona enormemente sobre sus actos. Está lejos de ser una mujer sin emancipar; es exactamente lo contrario, incluso cuando acepta a alguien como Mandryka. Quizás, gracias a él, pueda ser por primera vez en su vida aceptable socialmente. El encuentro con Mandryka le procura el correcto equilibrio para posicionarse en la sociedad, muy alejada de la conducta extraña y caprichosa y que no es aceptable socialmente.

Fue educada, sobre todo por su madre, en el sentido de que no se cuestiona la sociedad vienesa. Simplemente hay que aceptarla. Se debe aceptar que lo exterior tiene más valor que lo interior. Arabella siente que no puede seguir así. Y, sin embargo, lo hace: al principio porque siente una especie de obligación moral para con sus padres. Además, se siente como una víctima de esos círculos y trata de adaptarse lo mejor posible y, de una forma algo pervertida, participa en la gran noria de la vida vienesa. Mandryka, el forastero que no pertenece a los círculos vieneses, deberá ser su salvación. Y justo en el momento en que pensamos que todo va a ir a mejor, se produce la inflexión.

Descubrimos que este hombre —lo cual me alegra enormemente— no está a la altura de estas intrigas: tras solo veinticuatro horas en Viena, ya ha caído en la red. ¡Esto le hace aún más humano! Y se produce el conflicto. Arabella está profundamente decepcionada: se había imaginado que existía para ella una especie de príncipe azul. Ambos atraviesan un proceso de desilusiones: Mandryka se ha enamorado de una imagen, pero se da cuenta de que ella es una mujer real. Y ella, que, de lejos en la calle, creyó ver en el forastero un hombre puro, inocente, fuerte y salvaje, con un suave brillo en los ojos, descubre algo que odia sobremanera: el hecho de poder dejarse seducir. Yo creo que hacen una pareja perfecta, pero no lo van a tener fácil, principalmente por las altas expectativas de ambos. El conflicto a través del cual se van conociendo mejor y que les desvela lo complicados que son es su oportunidad para un futuro juntos.

En los primeros bocetos del acto introductorio, Arabella nos resultaba antipática, desinteresada, sin un conflicto suficientemente serio. Se hacía hincapié en cómo actuaba y no en el porqué. Faltaban muchos momentos de reflexión personal de cuya necesidad Strauss convenció más tarde a Hofmannsthal. La simpatía puede empezar a surgir en el momento en el que se nos permite adentrarnos en las reflexiones y los sentimientos que están detrás de sus acciones. Sin embargo, generalmente no nos tomamos el tiempo necesario para ello. Es mucho más cómodo pensar simplemente que uno es simpático y el otro no.

Como todos los grandes autores de ópera, ni Strauss ni Hofmannsthal eran moralistas. En este sentido, la cuestión en Arabella no es la del bien y el mal. En esta obra, vemos a los diferentes personajes luchar contra algo, unos tienen más fuerza que otros, aunque la mayoría tienen más bien poca. Son incluso incapaces de ver lo que podría hacerlos felices. En el ejemplo de la madre, vemos claramente lo que ocurre en la vida si se deja de reflexionar demasiado pronto sobre las propias acciones. Me gusta este tipo de personajes, como Adelaide o el padre. Es evidente que se encuentran en un estado mental en el que necesitan seriamente buscar ayuda. Tampoco se puede condenar moralmente el apresurado encuentro sexual entre Zdenka y Matteo. No tienen tiempo que perder, puesto que en cualquier momento pueden llegar Arabella o su madre. Es para ambos una situación imposible, de lo que son más o menos conscientes. Su encuentro no tiene nada que ver con un acto de amor en pareja. Ahí está el problema: ambos saben que no podrán repetir ese momento. Ocurre algo que ambos deseaban, pero el tiempo corre en su contra. No tienen posibilidad de disfrutar de ese instante.

Hofmannsthal inventa, como ya lo hizo en El caballero de la rosa, una especie de siglo XIX tardío. Estiliza para Arabella a su manera los años de 1860 y no le importa cómo hayan sido esos años en realidad. Con mi producción ocurre lo mismo: yo invento una especie de siglo XX, y sería un error que el público pensara: «¡Oh! ¿De qué época se trata? ¿De los años 50 o los 70? ¿O incluso de los 90?». La obra me parece evidente, por lo que diría quizás con un tanto de delirio de grandeza: sitúo la acción en la época de Christof Loy.

CHRISTOF LOY, directo de escena

ARABELLA: FICHA TÉCNICA

Lyrische Komödie en tres actos

Música de Richard Strauss (1864-1949)

Libreto de Hugo von Hofmannsthal

Estrenada en el Sächsisches Staatstheater de Dresde el 1 de julio de 1933

Estreno en el Teatro Real

Nueva producción del Teatro Real, procedente de la Oper Frankfurt


Equipo artístico

Directores musicales | David Afkham

                                    Jordi Francés – 12 feb

Director de escena | Christof Loy

Escenógrafo y figurinista | Herbert Murauer

Iluminador | Reinhard Traub 

Coreógrafo | Thomas Wilhelm

Director del coro | Andrés Máspero


Reparto

Arabella | Sara Jakubiak

Zdenka | Sarah Defrise 

Conde Waldner | Martin Winkler

Adelaide | Anne Sofie von Otter 

Mandryka | Josef Wagner

Matteo | Matthew Newlin 

Conde Elemer | Dean Power 

Conde Dominik | Roger Smeets 

Conde Lamoral | Tyler Zimmerman

La fiakermilli | Elena Sancho Pereg

La tiradora de cartas | Barbara Zechmeister

Zimmerkellner | José Manuel Montero

Welko | Benjamin Werth 

Djura | Niall Fallon

Jankel | Hanno Jusek

Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real 

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